¿Dónde está el límite?
Yago Pérez Montesinos
10/1/202511 min leer
Quiero que te imagines un simio. De la especie que sea. Pongamos un chimpancé.
Este chimpancé vive en la Tierra y su existencia está sujeta a las mismas leyes naturales que la tuya: la fuerza de gravedad, la ley de la termodinámica, la ley de conservación de la materia… en fin, todas esas leyes universales y objetivas que gestionan el funcionamiento del universo. Sin embargo, ¿qué ocurriría si sentases al simio en un pupitre e intentases explicarle el funcionamiento de estas leyes? ¿Cómo reaccionaría si le hablases de algoritmos, integrales o raíces cuadradas? ¿Crees que sería capaz de entender tu explicación sobre la teoría de la relatividad de Einstein? He escogido un simio porque es de la familia homínida, como nosotros —y de la cual descendemos— pero estas preguntas aplican a cualquier otro ser vivo sobre la faz de la tierra. Evidentemente, sería incapaz de entender estos conceptos; probablemente, ni siquiera de procesarlos como conceptos en sí.
Para él, frases como la masa de un objeto crea una curvatura en el espacio-tiempo que afecta la trayectoria de otros cuerpos resultan absolutamente incomprensibles (está bien, tal vez no era el mejor ejemplo; el común de los mortales no difiere mucho del simio en la comprensión de este tipo de enunciados. Pero no es ahí dónde quiero llegar.)
Ya sé que el simio no habla, por lo que tampoco puede entender lo que se le dice. Pero incluso si un simio adquiriera la capacidad de hablar como un humano, su arquitectura cerebral y su capacidad cognitiva seguirían estando limitadas por su historia evolutiva. La verdadera comprensión requiere la construcción de un modelo mental coherente, una habilidad que depende de capacidades cognitivas específicas desarrolladas en la evolución. La capacidad de hablar, entendida como la habilidad de producir y articular sonidos lingüísticos complejos, no es suficiente para garantizar la comprensión de conceptos abstractos. El lenguaje es una herramienta, pero la comprensión depende de estructuras cognitivas subyacentes. Pero no quiero dispersarme…
¿Cuál es el propósito de esta historia aparentemente abigarrada? Mostrar que el simio vive bajo unas leyes que desconoce. Sin embargo, estas leyes siguen estando ahí. Rigen su vida sin que él lo sepa. Él cree que su mundo se reduce a correlaciones simples y asociaciones causales pragmáticas: si llueve, me mojo; si tengo hambre, subo al árbol y cojo plátanos. Su comprensión del mundo se basa en predicciones: si algo sucede una y otra vez, probablemente seguirá sucediendo. El simio posee un pensamiento pre-científico. Ya no se trata de que no pueda conocer los mecanismos causales subyacentes a los efectos del mundo, es que ni siquiera tiene la capacidad de hacerse las preguntas pertinentes para buscarlos. Pero la ley de la gravedad o la de la entropía siguen siendo realidades, independientemente de que las conozca o no. Su desconocimiento se debe, en efecto, a sus limitaciones cognitivas, no a que esas leyes empíricas sean ajenas a su existencia.
Teniendo esto en cuenta, mi pregunta sería la siguiente: ¿qué nos hace pensar que nosotros hemos alcanzado el límite de nuestra comprensión? ¿Sería posible que estemos viviendo bajo ciertas leyes que existen pero que nuestra capacidad cognitiva es incapaz de comprender? ¿Acaso, tal vez, ni siquiera somos capaces de hacernos las preguntas pertinentes para desentrañar ciertos misterios del mundo, al igual que el simio?
Uno de los errores conceptuales más comunes en la comprensión popular de la evolución es la idea de que este proceso tiende hacia una especie de perfeccionamiento progresivo de las especies. Esta concepción teleológica es incorrecta. La evolución, tal como la formuló Charles Darwin en El origen de las especies, es un proceso de adaptación local y temporal a condiciones específicas del entorno. No hay una meta o propósito en la evolución, ni un ideal de perfección hacia el cual se avance.
Evidentemente, como dice Steven Pinker, equiparar un ser humano con un simio es, en aspectos técnicos, un poco disparatado. El ser humano ha remodelado el planeta, pisado la Luna y desentrañado muchos de los misterios del Universo. El chimpancé es una especie en peligro de extinción que todavía no ha sido capaz de desarrollar un sistema de cooperación compleja consistente; por ejemplo: son incapaces de transportar palos de un sitio a otro colaborando en equipo. Las comparaciones son odiosas; está claro que el ser humano representa una adaptación extraordinaria —incluso difícil de creer—, pero una adaptación al fin y al cabo.
El biólogo evolutivo Stephen Jay Gould fue especialmente enfático en rechazar esta visión progresista de la evolución. En Full House, argumenta que la evolución no sigue una línea ascendente hacia formas de vida superiores, sino que es un proceso contingente, determinado por una serie de mutaciones aleatorias y presiones de selección en contextos específicos. Ernst Mayr, en Así es la biología, insiste en que la selección natural no produce un resultado perfecto, sino uno suficientemente bueno como para sobrevivir y reproducirse. De hecho, numerosos ejemplos en biología confirman que la evolución genera soluciones subóptimas y chapuceras —como diría Richard Dawkins en El relojero ciego—. Por ejemplo, la estructura del ojo humano tiene un diseño imperfecto, con la retina al revés, lo que crea un punto ciego. Es una solución que funciona, pero no es el diseño óptimo que podría haberse concebido desde cero. El nervio laríngeo recurrente en las jirafas es otro ejemplo clásico; viaja desde el cerebro hasta la laringe dando una vuelta innecesaria alrededor de la aorta, resultado de una herencia evolutiva de etapas previas en peces.
Desde la perspectiva de la psicología evolutiva, este principio también se aplica a las capacidades cognitivas humanas. Como argumenta David Buss en Evolutionary Psychology, nuestras habilidades cognitivas no están diseñadas para la comprensión universal, sino para resolver problemas específicos de adaptación en el entorno ancestral. Nuestra memoria, percepción, y razonamiento están optimizados para problemas como la cooperación social, la detección de engaño o la supervivencia en un entorno natural, no para entender la física cuántica o la estructura del universo. Por tanto, si entendemos la evolución como un proceso de adaptación y no de perfeccionamiento, resulta claro que la mente humana está limitada a resolver los problemas para los que fue seleccionada, y es probable que existan fenómenos y leyes de la naturaleza que simplemente exceden nuestras capacidades cognitivas, resultando inalcanzables para el conocimiento humano.
Aquí es cuando cobra sentido mi frase: la ciencia podrá explicar lo que la mente humana pueda comprender; lo demás será un misterio. De hecho, la propia mente es, probablemente, uno de los fenómenos más intrincados de la naturaleza. No puedo evitar recordar la inteligente frase atribuida a Emerson Pugh: si el cerebro fuera tan simple que pudiéramos entenderlo, seríamos tan simples que no lo entenderíamos.
Las limitaciones inherentes de la mente implican no sólo que ciertos enigmas permanezcan fuera de nuestro alcance, sino que incluso no tengamos la capacidad de formular las preguntas de un modo que nos orienten hacia su respuesta. Lo mismo que le ocurría al simio: no puede descubrir ciertos aspectos de su realidad porque ignora, siquiera, que existe esa realidad.
La filosofía ha abordado la idea de que ciertos aspectos de la realidad son incognoscibles para la mente humana. Immanuel Kant distinguió entre el fenómeno —lo que percibimos— y el noúmeno —la realidad en sí misma—, argumentando que solo podemos conocer lo que nuestras estructuras cognitivas nos permiten. Esta visión, expuesta en su Crítica de la Razón Pura, introduce una distinción fundamental entre dos ámbitos de la realidad. Kant sostiene que todo lo que conocemos está necesariamente mediado por nuestra capacidad perceptiva y cognitiva. No accedemos a las cosas tal como son en sí mismas, sino siempre a través de nuestras formas a priori de la sensibilidad y las categorías del entendimiento. Por ejemplo: percibimos el mundo en términos de espacio tridimensional y tiempo lineal, no porque la realidad última deba ser así, sino porque estas son las condiciones bajo las cuales nuestra mente organiza la experiencia. Del mismo modo, interpretamos los eventos mediante la causalidad, pero eso no significa que la causalidad sea una propiedad fundamental del universo en sí mismo, sino que es una forma de organizar los fenómenos. Esto implica un límite insalvable: no podemos tener conocimiento directo de la cosa en sí, sólo podemos conocer el mundo tal como es para nosotros, filtrado y modelado por nuestras formas de percepción y categorías mentales.
El planteamiento kantiano tiene profundas implicaciones para la cuestión de los límites del conocimiento humano. No hay un acceso directo a la realidad última, todo lo que experimentamos es un mundo para nosotros, no el mundo en sí. Nuestra capacidad perceptiva no solo marca límites, sino que también impone una estructura: nuestros ojos son sensibles a un rango específico del espectro electromagnético en el que no vemos el infrarrojo ni el ultravioleta; nuestra percepción del tiempo es secuencial y lineal, lo que excluye otras posibles concepciones, como tiempos cíclicos o multidimensionales; la estructura del lenguaje y del pensamiento moldea cómo conceptualizamos el mundo, dividiéndolo en objetos, relaciones o causas. En este sentido, Kant anticipa de forma temprana ideas que luego encontrarán eco en la fenomenología de Husserl, la hermenéutica de Heidegger, o incluso en la epistemología contemporánea de la ciencia de Thomas Kuhn y su noción de paradigmas.
Analicemos el caso de las víboras de foseta. Estas especies disponen de órganos sensoriales especializados, denominados fosas loreales, que les permiten detectar radiación infrarroja y, por tanto, percibir el calor emitido por los cuerpos vivos. Para ellas, el mundo no se organiza según los colores del espectro visible humano, sino en mapas térmicos que les permiten localizar presas incluso en la oscuridad total. Desde nuestra perspectiva humana, la serpiente ve algo que para nosotros es completamente inaccesible. Su experiencia del entorno no incluye los colores que para nosotros son evidentes, ni tampoco depende de la luz visible, sino de una sensibilidad térmica que configura su mundo de manera radicalmente distinta. Así como la serpiente vive en un mundo térmico, nosotros habitamos un mundo visual, auditivo, táctil, estructurado según nuestras propias limitaciones perceptivas y cognitivas. Para la serpiente, el mismo objeto —pongamos un ratón— es un foco de calor; para nosotros, es una forma animada con contornos, colores y movimientos en el espacio visual. De este modo, aquello que consideramos realidad es siempre una construcción filtrada por nuestro sistema perceptivo y conceptual. La serpiente no vive en un mundo menos real que el nuestro, sino que su experiencia es simplemente otra manera de organizar la información del entorno, ajustada a sus necesidades biológicas y capacidades sensoriales.
Si la ciencia misma está sujeta a las limitaciones de nuestra percepción y conceptualización, significa que es una extensión de nuestra capacidad cognitiva; amplía, refina y sistematiza lo que podemos percibir e inferir, pero no puede superar las estructuras fundamentales de nuestro aparato perceptivo. Hay, por tanto, fenómenos de la naturaleza que podrían existir más allá de nuestras capacidades de comprensión, no porque sean misteriosos, sino porque nuestro marco conceptual no puede captarlos ni modelarlos.
Sin embargo, esta realidad desconocida ha dado lugar a muchas falacias y a la proliferación de un proselitismo muy oportunista. El razonamiento de algunos indocumentados sostiene que los límites de la ciencia —es decir, aquello que no podemos explicar mediante las leyes físicas conocidas— deben ser llenados por hipótesis sobrenaturales, véase Dios, fuerzas trascendentes, o entidades místicas y espirituales. Este enfoque es una variante del clásico argumento del Dios de los vacíos que mencioné algunos artículos atrás: aquello que la ciencia no puede explicar debe ser explicado por Dios. Esta es una falacia epistemológica, pues parte de una falsa dicotomía: si la ciencia no puede —aún— explicar algo, entonces debe ser una causa sobrenatural. Como bien advirtió Bertrand Russell en Por qué no soy cristiano, este razonamiento es insostenible porque la ignorancia de una explicación no justifica asumir otra sin evidencias: decir que el universo debe tener un creador es confundir la falta de conocimiento con la presencia de explicación. La ignorancia no es evidencia de nada. Del mismo modo, Carl Sagan y Ann Druyan criticaban este salto irracional en El mundo y sus demonios, al señalar que: el hecho de no comprender un fenómeno no nos autoriza a suponer que tiene una causa sobrenatural.
El mero hecho de no tener una explicación no implica que cualquier hipótesis sea válida. Esto implicaría una injusta inversión de la carga de la prueba. Es el proponente de la hipótesis sobrenatural el que debería aportar evidencias positivas de su afirmación. Decir que algo es inexplicable no es evidencia de otra cosa, así como la falta de explicación no es una prueba a favor de ninguna hipótesis. Como formuló Hitchens en su navaja epistemológica: lo que puede afirmarse sin pruebas, puede rechazarse sin pruebas.
La confusión entre límites metodológicos y ontológicos está a la orden del día en ciertos sectores, pero el hecho de que la ciencia tenga límites en su capacidad de explicación —por razones conceptuales, prácticas o tecnológicas— no significa que lo no explicado esté fuera del orden natural. Simplemente significa que, hasta ahora, no lo hemos comprendido. Las hipótesis sobrenaturales no son una alternativa a la ciencia, sino una negación del proceso explicativo basado en evidencia.
David Hume, en Investigación sobre el entendimiento humano ya advertía contra esta tendencia: cuando no tenemos experiencia ni evidencia de un hecho, debemos suspender nuestro juicio. Esta postura se alinea con el principio de escepticismo metodológico. El límite de la comprensión humana no autoriza a postular entidades sobrenaturales, sino que nos obliga a reconocer nuestra ignorancia y continuar investigando, o aceptar que ciertos fenómenos pueden permanecer más allá de nuestra capacidad de comprensión, como sugiere Kant.
En resumen, atribuir a Dios o a entidades metafísicas lo que la ciencia no puede explicar es una falacia basada en un error lógico clásico; a saber, confundir ignorancia con explicación. Como advirtió Laplace cuando Napoleón le preguntó por qué no había mencionado a Dios en su Mecánica Celeste: no he necesitado formular esa hipótesis, dijo.
Reconocer los límites de la ciencia es un acto de humildad intelectual, pero llenar esos vacíos con explicaciones sobrenaturales es una regresión al pensamiento mágico, no una alternativa epistemológica válida.
Personalmente, me encantaría descubrir que hay algo más allá, que existe una voluntad dirigiendo mi vida, pensando en mí constantemente. En determinados momentos percibo una sutil inclinación hacia ese pensamiento mágico. Una especie de idea que mi mente me ofrece como consuelo a la soledad. Un mensaje subliminal que me sugiere que me deje llevar, que todo resulta más fácil cuando crees a ciegas, sin la constante necesidad de exploración. Es cierto que esta permanente resistencia a lo divino genera una tensión difícil de soportar; no creer supone un coste incómodo —casi antinatural— para el inconsciente, al que le resulta complejo asumir la intrascendencia y reparar en la idea de que la muerte es el final. Ojalá no lo fuera. No diré que guardo gran esperanza, porque no es así, pero uno no controla su ilusión. En cierto sentido, qué gran curiosidad produce el final de la existencia propia. De veras, si tan sólo pudiera desear algo después de la muerte, sería tener respuestas al mundo; pero, sobre todo,desearía ser capaz de comprenderlas.
…
Ese camino tuyo hacia la verdad parece muy inescrutable, Yago. Si todo eso que mencionas de la percepción del sujeto a la hora de conceptualizar el mundo es cierto, ¿no sería la verdad algo relativo? Al fin y al cabo, no todos vemos las cosas de la misma manera. Tú mismo insinuaste que nuestras emociones individuales tejen realidades distintas. Siendo así, ¿no poseemos, cada uno, nuestra verdad?
En realidad, amigo, la verdad tiene una ubicación muy concreta; y podemos hallarla siguiendo unas instrucciones. Es cierto que es tímida y tiende a pasar desapercibida en un mundo tan poco dispuesto a encontrarla. Ya sabes lo que dijo Heráclito: la verdadera naturaleza gusta de ocultarse. En cualquier caso, déjame compartirte en mi próximo artículo algunos truquitos para facilitar su búsqueda. Estoy seguro de que te servirán.
Yago Pérez Montesinos.
YAGO PÉREZ MONTESINOS
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