La verdad, al desnudo

Yago Pérez Montesinos

11/2/20257 min leer

Decía Hipócrates, padre de la medicina, que existen dos cosas en este universo: ciencia y opinión. La primera engendra conocimiento; la segunda, ignorancia. Una tendencia muy común en la psique humana es pretender que nuestra visión del mundo —profundamente sesgada por nuestra maquinaria cognitiva y emocional— sea elevada a la categoría de verdad. Dicho de otro modo, la gente pretende que su percepción de las cosas sea la realidad de las cosas.

Bajo esta premisa subsiste ese cuñadismo trasnochado que se manifiesta en las comidas familiares y que suele venir introducido de un: “esto es como todo…” que su autor utiliza para exponer una lección de sabiduría sobre alguno de los infinitos temas de los que tiene hondo conocimiento. Paradójicamente, ese todo al que se refiere es, en la mayoría de los casos, el equivalente a la nada. Otro aliado del fanatismo suele ser el desvirtuado sentido común, recurso utilizado por el orador para solventar aquellos aspectos de la realidad de los que es incapaz de proporcionar el baremo preciso con el que analizarla. Esto es sentido común, dicen para argumentar por qué piensan como piensan, esperando que tú compartas esa visión sin cuestionar sus premisas porque, de lo contrario, estarías completamente loco. El colmo del absurdo, como dijo Voltaire, es que el sentido común es el menos común de los sentidos. La gente suele llamar sentido común a su particular modo de ver las cosas, considerando que el resto del mundo debe inexorablemente compartir su perspectiva, la cual considera la única cabal y posible.

Ilógico, sí, pero ¡qué cierta es esa tendencia que tenemos los seres humanos a simplificar la realidad y reducirla exclusivamente al alcance de nuestro distorsionado, manipulable, condicionado, irracional y limitado sistema perceptivo! Qué disparatada empresa sería esta de la ciencia si tuviese que buscar el conocimiento detrás de la visión de cada individuo. Qué falta de consenso inundaría a la comunidad empírica. Cuán abigarrado sería perseguir la verdad si existen tantas y tan cambiantes como personas habitan en el planeta. Que poco sentido tendría, en definitiva, hablar de método científico replicable. La perspectiva relativista socava los fundamentos del pensamiento crítico y nos sumerge en una suerte de escepticismo incomprensible. ¿Cómo podemos, entonces, embarcarnos en la búsqueda de conocimiento sin caer en burdas y falaces afirmaciones simplistas?

Una buena manera de empezar sería conocer cuáles son esas limitaciones evolutivas que nos alejan de la realidad objetiva. Reconocerlas puede conducirnos a una mayor exigencia intelectual que nos permita discernir entre lo que es y lo que creemos que es.

Empecemos por cuestionar al aparato encargado de la tarea: la mente. La psicología cognitiva ha demostrado que la percepción no es una copia fiel de la realidad, sino una construcción activa influenciada por ideas preexistentes. Nuestro sofisticado sistema mental de procesamiento de la información está diseñado para ser eficiente. La eficiencia es lograr un resultado invirtiendo la menor cantidad de recursos posibles. Esta economía perceptiva nos permite clasificar todos los estímulos del ambiente de forma intuitiva y eficaz, sin profundizar en los detalles. Sin embargo, esa eficiencia conlleva un claro sacrificio: no registramos toda la información relativa a un asunto, sólo la —aparentemente— más relevante para cada ocasión. Todos nosotros clasificamos continuamente los estímulos del ambiente y generamos impresiones con apenas muy pocos datos. Esto conlleva una pérdida sustancial de información que es necesaria para entender la profundidad de cada cosa. A esta pérdida de la información, resultado de en atender parcialmente a la realidad, es lo que se conoce como sesgo.

Esto no significa que nuestra maquinaria mental tenga un problema que corregir. Los sesgos cognitivos, bien descritos por Kahneman, son atajos mentales que nuestro cerebro utiliza para ahorrar recursos y tomar decisiones rápidas en contextos de incertidumbre. Desde la psicología evolutiva y la neurociencia se entiende que son soluciones adaptativas que, a lo largo de la evolución, aumentaron nuestras probabilidades de supervivencia. Pero esta simplificación del mundo trae consigo un gran número de juicios anticipados a la razón que, inevitablemente, terminan convirtiéndose en prejuicios. Lo que en un inicio es adaptativo y útil se vuelve disfuncional cuando nos apoyamos en primeras impresiones para evaluar aquello que debe ser estudiado en profundidad. De este modo, la mayoría de afirmaciones categóricas sobre cuanto nos rodea son, si no falsas, engañosas.

Y hay que admitir que el humano promedio es terriblemente perezoso a la hora de recopilar datos y contrastar información. No le interesa profundizar más allá de lo que sus emociones y sus filtros cognitivos automáticos le han proporcionado de serie. El sujeto común retoza gustoso en la comodidad que le produce tener pinceladas de realidad a las que agarrarse y sobre las que construir su deforme y superficial discurso. Sin embargo, generalmente hace alarde de su portentoso espíritu crítico.

Aquí me viene a la mente esa frase clarividente de Ricardo Moreno Castillo: “…pero el espíritu crítico sin conocimiento es charlatanería. Un fanático es un ignorante lleno de espíritu crítico.” Sin embargo, para poder presumir de espíritu crítico, primero tienes que poder presumir de conocimiento de causa.

El conocimiento de las cosas, para que sea verdadero, debe estar fundado en esas variables objetivas conocidas como hechos. Y el único lenguaje posible para hablar de hechos reales es aquel que proporciona datos: unidades mínimas y concretas de información que expresan acontecimientos reales, mensurables y consensuables. Sólo así podemos alcanzar verdades objetivas, a través de datos que generen información contrastable.

La realidad se mide siempre en términos comparativos y te lo voy a demostrar.

Considera los siguientes ejemplos:

  1. Marie Curie descubrió el radio.

  2. Marie Curie fue una científica extraordinaria


La primera afirmación presenta una estructura clara: un sujeto (Marie Curie), un verbo (descubrió) y un objeto directo (el radio). Se trata de un hecho histórico comprobable, documentado en la historia de la ciencia. No requiere interpretación ni depende del sistema de valores del hablante. Esta frase puede ser verificada por cualquier persona con acceso a fuentes históricas, y por tanto, se sostiene como una verdad objetiva.

La segunda afirmación, aunque está culturalmente aceptada, no puede ser verificada con el mismo rigor que la anterior. No se trata de un hecho, sino de una interpretación valorativa. ¿Qué significa ser extraordinaria? ¿En qué medida? ¿Bajo qué criterios? ¿Comparado con quién? A lo sumo, podríamos justificarlo con hechos objetivos —como sus premios Nobel o su impacto científico—, pero la calificación en sí sigue siendo un juicio, no una descripción.

Mientras que la frase Marie Curie trabajó más de 10 horas al día en su laboratorio describe una conducta observable y medible, la frase Marie Curie fue una apasionada de la ciencia introduce una emoción que, aunque pueda deducirse de su comportamiento, no puede medirse ni definirse con precisión. La pasión no tiene una unidad de medida universal; lo que una persona considera pasión podría ser considerado, por otra, como simplemente dedicación. Así, el adjetivo desvirtúa el carácter objetivo de la afirmación.

Considera otros ejemplos:

  1. Mozart compuso más de 600 obras musicales.

  2. Mozart fue un genio musical incomparable.


La primera es una afirmación cuantitativa y verificable. Puede considerarse una verdad objetiva. Sin embargo, la segunda afirmación contiene dos elementos problemáticos: ¿Qué es un genio? ¿Cómo se mide? ¿Qué significa ser incomparable si no se establece ningún criterio de comparación? A pesar de que muchos estén de acuerdo con esta frase, no es una verdad, sino una opinión o juicio estético.

El lenguaje mediático está plagado de ejemplos reveladores:

  1. Una mujer robó en una joyería del centro de la ciudad.

  2. Una peligrosa mujer protagonizó un audaz atraco en una conocida joyería del centro.


Ambas se refieren al mismo hecho: un robo cometido por una mujer. Sin embargo, la segunda añade una poderosa narrativa emocional: peligrosa, audaz, conocida. Esto no sólo no aporta información objetiva, sino que condiciona la percepción del espectador, generando una imagen dramática o moralizante del suceso. Así, se sustituye la descripción por la interpretación, y se abandona el terreno del dato por el de la manipulación lingüística.

Sucede lo mismo si decimos: Michael Jordan es alto.

Esta frase no es necesariamente verdadera o falsa: es ambigua. ¿Alto en relación a qué? ¿A la media de la población mundial? ¿A otros jugadores de baloncesto? La altura es un dato físico mensurable, pero el calificativo alto es relativo y contextual. Una afirmación más rigurosa sería: Michael Jordan mide 198 centímetros. Así, el dato no depende de la interpretación del hablante. Es medible, verificable y objetivo.

Este análisis del lenguaje y de las estructuras que lo componen no es una trivialidad académica, sino un principio fundamental del pensamiento crítico. Eso que decía Ludwig Wittgenstein, los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, cobra especial relevancia en este caso. Si no cuidamos el lenguaje con el que describimos el mundo, terminaremos hablando más de nosotros mismos que de la realidad que pretendemos comprender; porque, como reza la máxima del Talmud, no vemos el mundo tal como es, sino tal como somos.

Siguiendo estas reglas, los hechos y datos deben presentarse a través de sustantivos y verbos, que sirven para describir acontecimientos. Por otro lado, se debe prescindir de adjetivos y adverbios, que sólo son palabras que reflejan las valoraciones tendenciosas de esos acontecimientos. Si bien estos últimos tienen valor estético, deben usarse con extrema cautela cuando hablamos del mundo real, porque son las puertas por donde entra el sesgo, la ambigüedad y, en última instancia, el error.

Comprendo que, a primera vista, este método puede resultar quirúrgico, maniático y excesivamente prolijo. A algunos les parecerá insoportablemente rígido, y a otros —neuróticos, como yo— les encantará tener reglas que estructuren nuestro mundo para evitar, siquiera, acariciar la incertidumbre. No obstante, esto no es todo cuanto tengo que decir al respecto. ¡Ojalá fuese tan sencillo…! Hay muchos matices en el análisis de la realidad, pero considero que, por hoy, es suficiente.

Seguiremos informando.

Yago Pérez Montesinos.