Dios, el comodín del desconocimiento científico
Yago Pérez Montesinos
6/28/20256 min leer
En mi artículo anterior analicé los diferentes castigos que aplica la humanidad a sus miembros más problemáticos y expuse mi visión sobre su utilidad moral y práctica. Quizá fue el hecho de tratar el tema de la penitencia lo que hizo que el lector habitual me preguntase: “¿dónde queda Dios en todo esto?”
Tal vez mi reflexión sobre el castigo al prójimo puso de manifiesto aquel versículo bíblico, Santiago 4:12, Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro? Muchos son los que responderían que sólo Dios posee esa facultad, que no es competencia humana la de aplicar justicia sobre el resto. Francamente, todo esto me recuerda a un chiste:
Un náufrago perdido en el medio del mar reza a Dios para que lo ayude a regresar a casa. A lo lejos, en el horizonte, divisa un barco que se acerca. Al tenerlo a su costado y ofrecerle salvación, el náufrago se niega: ‘No es necesario, gracias, Dios me ayudará’. Horas más tarde, otro barco. Misma respuesta: ‘Dios va a rescatarme, pueden seguir su camino.’ Finalmente, el náufrago muere de inanición, y en su encuentro celestial con el altísimo, le pregunta: ‘¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?’ Y la voz divina le responde: ‘¡Te he mandado dos barcos, idiota!’
A pesar de la comicidad del relato, ilustra muy bien cómo muchas personas parecen no entender el fundamento real de los acontecimientos. Dios —en caso de que exista, que no me consta— no hace milagros, sino que obra a través de la acción humana. Del mismo modo, la justicia divina sería aplicada por los hombres, y el orden natural de las cosas sería el verdadero reflejo de la voluntad celestial. Respeta a los dioses, pero no cuentes con su ayuda, dice Miyamoto Musashi. Los hombres tenemos que solucionar nuestros problemas sin esperar la obra de Dios; en todo caso, debemos confiar que esta subyace a nuestra naturaleza. Y en un universo ordenado, la naturaleza no entiende de criterios morales, sino que es el criterio rector de absolutamente todo.
Si bien Einstein dijo aquello de que la ciencia sin religión está coja y la religión sin ciencia está ciega, pocos profundizaron en el mensaje. ¿Existe, entonces, la manera de complementar Ciencia y Religión?
En cierto sentido, genera pudor opinar sobre asuntos espirituales, pues uno nunca quiere ser susceptible de ofender aquello que forma parte —en teoría— de la intimidad espiritual de las personas. Sin embargo, a mi juicio, fue precisamente la prolongada prohibición histórica de contradecir los principios religiosos —con su consiguiente pena capital en caso de saltársela— lo que hizo que la doctrina avanzase hasta alcanzar la categoría de dogma incuestionable y fulminar el espíritu crítico de cada generación. Afortunadamente, la Ilustración desenterró la importancia del pensamiento racional, y hoy no seré condenado a la hoguera por mi agnosticismo. Pero vamos a analizarlo.
Cuando el tema de Dios aparece encima de la mesa en cualquier debate científico, no puedo evitar recordar ese prólogo de Stephen Fry en Los Jinetes del Apocalipsis: Me preguntas si creo en Dios… ¿Qué Dios?, ¿Ganesh?, ¿Osiris?, ¿Júpiter?, ¿Jehová?, ¿O en uno de los miles de Dioses animistas que se veneran a diario por todo el planeta? Lo cierto es que es difícil resistirse a los argumentos de estos cuatro Jinetes —Dawkins, Hitchens, Dennett y Harris— que durante tanto tiempo han cabalgado para emancipar a la ciencia del lastre incompatible de la fe.
Es cierto que el ser humano ha buscado en la divinidad una explicación última de todo lo que no comprendía: el origen del universo, el sentido de la vida, la muerte, el sufrimiento o el orden moral. Sin embargo, con el avance de la ciencia, esta función explicativa que antes cumplía Dios ha ido reduciéndose, desplazada por leyes naturales verificables, hipótesis contrastables y descubrimientos que transforman el misterio en conocimiento.
La ciencia trabaja con lo observable, lo medible y lo replicable. Su método se basa en construir hipótesis a partir de marcos teóricos previos sustentados por pruebas empíricas. El argumento de Dios, en cambio, no se apoya en ninguna evidencia verificable, sino únicamente en el testimonio humano que, por muy extendido o ferviente que sea, no resulta concluyente por sí mismo. Para que una idea sea refutada, primero debe estar formulada de forma coherente y basarse en algún tipo de evidencia o respaldo argumental. Dios es, en última instancia, una respuesta creativa del ser humano frente a lo desconocido, no una conclusión empírica. En ese sentido, la existencia de Dios no puede probarse con el método científico, pero tampoco puede descartarse, porque la ciencia no puede demostrar la inexistencia de aquello que no ofrece indicios objetivos de existencia; ¿cómo puedo demostrarte que no tienes un duendecillo invisible posado encima del hombro?
Por este motivo, la ciencia no debe ocuparse de Dios de manera directa, sino indirecta; no se trata de negarlo explícitamente, sino de ampliar el conocimiento del mundo de tal manera que ya no sea necesario recurrir a la hipótesis divina para explicar sus fenómenos. Cada vez que descubrimos una causa natural detrás de un acontecimiento —ya sea la gravedad, la evolución biológica, la expansión del universo o la conciencia humana— reducimos el espacio explicativo que antes ocupaba Dios. En otras palabras: la ciencia no niega a Dios, le quita terreno de juego, nos muestra que no lo necesitamos para entender el mundo. En la medida en que explicamos lo desconocido mediante leyes naturales, Dios deja de ser la respuesta predeterminada a lo inexplicable.
Recurrir a Dios como causa última de lo que todavía no podemos explicar es lo que se ha llamado históricamente el Dios de los vacíos: una figura que sólo tiene sentido allí donde falta la explicación científica. Pero conforme la ciencia avanza, esos vacíos se estrechan. Además, este Dios taponador de agujeros no aporta una hipótesis coherente con el resto del conocimiento, ni genera predicciones, ni permite ser puesta a prueba, por lo que es una postura de base profundamente anti científica.
Si algún día llegásemos a conocer absolutamente todas las variables del universo, sin dejar un solo fenómeno sin explicación natural, entonces podríamos decir que Dios no es necesario ni siquiera como posibilidad teórica. Hasta entonces, lo más honesto —y lo más científico— es reconocer que el argumento de Dios, tal como ha sido formulado a lo largo de la historia, no supera las exigencias mínimas del conocimiento empírico.
Por todo ello, aunque la ciencia no pueda probar la inexistencia de Dios, sí puede demostrar que cada vez lo necesitamos menos para explicar lo que antes nos parecía incomprensible. La omnipotencia de Dios no se desmonta por un ataque directo, sino por acumulación de conocimiento. No porque lo hayamos refutado, sino porque ya no lo requerimos.
Bajo mi punto de vista, no es compatible creer en un Dios con voluntad y moral y creer, simultáneamente, en la ciencia. Cada uno es libre —faltaría más— de escoger cuál es la explicación al mundo que más le convence; sin embargo, creo que hay un matiz: el empirista siempre podrá argumentar de forma racional por qué cree en la ciencia y no en Dios, mientras que el creyente nunca podrá proporcionar argumentos de por qué cree en Dios y rechaza la ciencia. Aquellos que intentan compatibilizar ambos argumentos y apoyarlos simultáneamente caen, irremediablemente, en un cúmulo de falacias abigarradas más poéticas que verdaderas.
Yo creo en la ciencia porque me proporciona respuestas contrastables y satisfactorias a mis preguntas; porque sus explicaciones se integran de forma coherente en todo mi conocimiento previo, contribuyendo a su crecimiento de forma sólida; porque persigue una verdad desinteresada sin deuda emocional ni compromisos morales; y porque representa, a mi juicio, el método más sofisticado para alcanzar una sabiduría real del mundo.
En cualquier caso, confieso que recibiría con gozo reconfortante el descubrimiento repentino de un plan celestial en el que mi vida y obra tiene un sentido mayor del que sospecho. Sin embargo, ¿cómo encajaría el creyente ser consciente de que toda su fe se reduce a una ilusión completamente ficticia?
Dice Einstein: Dios no juega a los dados con el Universo.
Replica Woody Allen: No, juega al escondite.
…
“Bueno, Yago; quizá la existencia de Dios queda fuera de las competencias de la ciencia, pero, ¿cómo explicas el valor espiritual de los seres humanos? Todas las sociedades del mundo, por primitivas que fuesen, han desarrollado un conjunto de creencias sobrenaturales y han venerado a diferentes Dioses. La religión parece una necesidad para la especie. Resulta complicado decir que Dios se limita, simplemente, a una idea creativa, cuando parece una algo consustancial a nuestra misma existencia.”
Tu pregunta es fascinante, y tienes toda la razón. Aunque la ciencia no debe interesarse por premisas insostenibles, sí que debe esforzarse por explicar los fenómenos humanos. La espiritualidad es algo tan natural para nosotros como respirar, forma parte de todas las sociedades y ocupa un lugar indispensable en nuestra cultura. Creo firmemente que la ciencia debe dar una respuesta a esta pregunta. Y, sin más dilación, utilizaré la antropología psicológica para hablarte de ello en el siguiente artículo.
Yago Pérez Montesinos
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