Hacia una Justicia racional y humanista.

Yago Pérez Montesinos

6/22/20259 min leer

En anteriores artículos expuse cómo la moral y el castigo pueden entenderse como mecanismos adaptativos que evolucionaron para proteger al grupo frente a individuos que ponían en riesgo su cohesión o seguridad. En sociedades tribales pequeñas, donde la cooperación era vital para la supervivencia, un comportamiento dañino podía tener consecuencias fatales para todos. Por ello, surgieron reacciones automáticas como la ira, el rechazo y, en casos extremos, la eliminación del transgresor. Bajo este modelo, el castigo cumple funciones clave: la disuasión, para que otros se abstengan de realizar lo mismo; la neutralización, para impedir que el agresor cause más daño en el futuro; y la señal social: para mostrar a los demás que la norma importa y será defendida.

En otras publicaciones abogué por un universo determinista, sosteniendo que incluso el comportamiento humano es el resultado de una cadena de causas previas. Genética, entorno familiar, traumas, neurobiología, estructura cerebral, contextos sociales… todo contribuye a que una persona actúe como actúa. Bajo esta óptica, nadie elige ser un asesino, del mismo modo que nadie elige su altura o su país de nacimiento. Pero, entonces, ¿deberíamos liberar a todos los delincuentes? En absoluto. El determinismo no niega la necesidad de proteger a la sociedad. Lo que cuestiona es el propósito del castigo. No castigamos porque alguien lo merece, sino porque necesitamos reducir el riesgo, modificar la conducta o evitar el daño futuro. Es un cambio de paradigma: del castigo como venganza al castigo como protección y tratamiento. Filósofos como Gregg Caruso argumentan que seguir castigando como si existiera un libre albedrío absoluto es intelectualmente deshonesto y moralmente problemático. Si el criminal es el producto de condiciones que no eligió, el castigo no puede basarse en la idea de que lo merece. La justicia retributiva —la que impone sufrimiento porque alguien debe pagar por sus actos— pierde todo su fundamento.

Todo ello nos lleva al propósito de esta publicación: ¿qué castigo merece quien comete un crimen atroz? ¿Cómo aplicamos justicia de manera apropiada y coherente? ¿Recurrimos a la pena de muerte? ¿A la cadena perpetua? ¿O, tal vez, a un proceso de rehabilitación y reinserción social a través de castigos planificados? Estas preguntas no son meramente legales o filosóficas; tocan una fibra profunda en nuestra naturaleza humana. En cada sociedad, el castigo ha sido una respuesta estructurada frente al daño, pero también una expresión de sus valores, miedos e intuiciones.

A través de este análisis, trataré de exponer no solo por qué castigamos, sino qué tipo de castigo es más coherente con nuestra biología, nuestra historia como especie y nuestra comprensión científica del comportamiento humano. Pormenoricemos las tres opciones principales de castigo que se plantean cuando alguien comete un crimen terrible: pena de muerte, cadena perpetua y prisión indefinida con posible rehabilitación. Antes de comenzar, quisiera matizar que no estoy haciendo referencia a un sistema judicial en concreto ni sus especificaciones, sino a los conceptos generales de estos tres métodos. Vamos a ello.

Pena de muerte.

Esta condena fue evolutivamente útil en sociedades pequeñas sin estructuras de control. Eliminar al agresor era rápido, funcional y definitivo. La comunidad extirpaba el peligro y restablecía el equilibrio. Moralmente, tal vez satisface la necesidad emocional de retribución. No obstante, el mundo moderno es distinto: tenemos sistemas judiciales, cárceles, ciencia, y una comprensión más profunda de la conducta humana. A pesar de que la pena de muerte proporciona una solución práctica al problema, para el determinismo es moralmente injustificable, pues elimina a una persona condicionada por causas previas, sin posibilidad alguna de interferir o remediarlas. Además, se ha demostrado que, en lo relativo a la prevención, no disuade más que otras penas y conlleva errores irreparables como las condenas a inocentes. Los estudios empíricos muestran evidencia limitada o nula de que la pena de muerte disuada eficazmente el crimen. Informes criminológicos coinciden en que la tasa de delitos graves no disminuye significativamente en países que aplican la pena capital. Esto se debe a varios factores; entre otros, que el crimen suele responder a dinámicas complejas, como la marginalidad, la falta de alfabetización o la exposición a un contexto de pobreza, y no tanto a la severidad del castigo. Los criminales no suelen actuar tras un cálculo racional del riesgo de ser condenados a muerte y la aplicación de la pena capital frecuentemente se ve empañada por errores judiciales, sesgos sociales o raciales, y arbitrariedades del sistema judicial que, sin duda, puede resultar falible.

Por lo tanto, la pena de muerte no resuelve las causas estructurales del crimen y no garantiza una disminución efectiva de la violencia social. Por otro lado, inhabilita cualquier forma de rehabilitación y transmite una idea irracional de justicia: responder a la violencia con más violencia. Institucionalizar el acto de matar plantea la violencia como respuesta legítima. Si bien es cierto que podríamos considerar la autodefensa como un acto moralmente lícito, en un proceso judicial en el que la vida ya no está en juego, aplicar la violencia como castigo puede pecar de innecesario y problemático para la sociedad. Aristóteles plantea en su obra Política una visión orgánica de la sociedad, donde la comunidad no es simplemente una agregación de individuos aislados, sino un ente complejo, con una estructura y un propósito propios. Para él, el bienestar de la comunidad depende del equilibrio y la armonía de sus partes. Del mismo modo que un niño educado con violencia aprende a relacionarse mediante ella, una sociedad a la que se le enseña la violencia respuesta a los problemas puede desarrollar comportamientos autoritarios y negligentes, conduciendo al grupo al retroceso intelectual y moral.

Cadena perpetua.

Evolutivamente, cumple la función de neutralizar al individuo peligroso sin matarlo. Es un castigo más elaborado que refleja el desarrollo de instituciones complejas. Emocionalmente, puede satisfacer también la necesidad de justicia sin recurrir a la muerte. Desde la ética determinista, puede ser aceptable si se justifica como protección social, pero no como castigo retributivo. En cualquier caso, pierde todo su sentido práctico y ético: es costosa para el sistema y la sociedad, que no obtiene ninguna retribución del condenado; y es deshumanizante y disfuncional para la persona que la sufre, que puede perder por completo su propósito existencial y, en consecuencia, la necesidad de estar vivo. Este panorama me recuerda inevitablemente al doctor Hannibal Lecter reflexionando en su celda: “Vivimos en una época primitiva, Will. Ni salvaje, ni erudita. Las medias tintas son una maldición. Cualquier sociedad racional me hubiese matado o me hubiese aprovechado”.

Hay quien plantea una cadena perpetua basada en la realización de trabajos forzados. De este modo, se proporciona una utilidad productiva en la que el condenado aporta algo simbólico a la sociedad a pesar de que, muchas veces, no podrá devolver lo mismo que de lo que nos ha privado. Es una alternativa que, además, permite aliviar la carga económica que supone mantener a alguien bajo custodia. El problema que aparece ante este planteamiento es similar al que encuentro en la pena de muerte: la mayoría de sistemas de trabajos forzados suelen derivar en explotación, corrupción institucional y violaciones de derechos, así como reproducir desigualdades estructurales. Históricamente, los trabajos forzados han sido aplicados de forma discriminatoria, sobre todo contra minorías y grupos marginalizados. Por otro lado, puede perpetuar una lógica punitivista reforzando la idea de que el delincuente es solo una herramienta a explotar, más que un ser humano capaz de transformación. En consecuencia, el impacto psicológico de este tipo de condenas podría verse, incluso, como un tipo de tortura física y mental.

Para muchas personas, el hecho de que un criminal atroz sufra inagotablemente es una premisa válida que consideran justa. Sin embargo, esto nos sumerge en la problemática judicial conocida como proporcionalidad de la condena, pues se aplicarían regímenes generalizables para casos concretos sin tener en cuenta el contexto en el que se han producido. Desde una perspectiva determinista, también se plantea un dilema profundo: si la conducta criminal es resultado de factores determinados fuera del control del sujeto, entonces castigar al individuo con una pena perpetua y trabajos forzados puede ser conceptualmente contradictorio e injusto.

Hay quien prefiere la cadena perpetua a la pena de muerte porque considera que a un ser humano no le corresponde quitarle la vida a otro ser humano, ya que la vida es un bien que no han otorgado ellos y ese tipo de castigos no son competencia de la especie. Esto resulta contradictorio, pues, siguiendo esa misma lógica, tampoco parece ético privarle de su libertad, cualidad que tampoco ha sido —técnicamente— concedida por la sociedad. Los que piensan de este modo olvidan que somos animales sofisticados y que, en realidad, los derechos humanos son sólo construcciones sociales creadas para facilitar la convivencia, pero que pueden desmoronarse a la primera de cambio si las cosas se tuercen.

Del mismo modo que la pena de muerte, la cadena perpetua no tiene beneficios sociales claros. Tampoco disuade eficazmente el crimen, pues los estudios comparativos muestran que la tasa de homicidios no es menor en países o estados que la aplican respecto a aquellos que no la aplican. Por el contrario, regiones que han abolido ambas muestran tasas de criminalidad más bajas. También puede reforzar desigualdades, resultar un modelo cruel cuando se aplica como justicia retributiva y basarse en errores judiciales sin posibilidad de revisión. Desconozco cuál es tu punto de vista al respecto, pero yo soy de los que consideran preferible que haya un culpable en la calle a un inocente entre rejas.

Prisión indefinida con posibilidad de rehabilitación.

Evolutivamente, podría parecer una estrategia débil; pero, en sociedades complejas con instituciones y terapias, es una opción viable para muchos delitos. Requiere diagnóstico, tratamiento, educación y seguimiento, lo cual solo es posible si dejamos atrás el enfoque vengativo y aplicamos el conocimiento y la cultura. Desde una ética determinista es la opción más coherente: no castiga por merecimiento, sino que actúa sobre las causas del comportamiento para tratar de modificarlo. Además, refleja una moral más compasiva, racional y civilizada. Aunque no siempre es posible la rehabilitación —pues la naturaleza humana es increíblemente resistente al cambio—, en muchos casos reduce la reincidencia mucho más eficazmente que la prisión sin tratamiento.

Pragmáticamente hablando, a la sociedad no le debe interesar si el criminal sigue siendo alguien psicológicamente problemático, basta con que deje de comportarse como tal. Aunque la persona siga teniendo impulsos conflictivos o convicciones destructivas, en una gran parte de casos puede optar por inhibirlos para no verse sometido de nuevo al castigo. No obstante, siguiendo este paradigma, es crucial que el castigo sea contundente y proporcionado; lo suficientemente exigente como para que la persona escarmiente pero no tan duro como para que se perciba como una suerte de injusticia e indefensión.

Además, este modelo de castigo se basa en estudiar las características del condenado para poder realizar su aproximación a la reintegración social. En este sentido, el análisis de la personalidad es crucial: hay personas que aprenden muy rápido, otras más lento, y otras no aprenden nunca. La gravedad de un delito no determina el tiempo necesario para corregir las conductas; la personalidad y la capacidad de aprendizaje, sí. Por este motivo, plantear este método como indefinido es una buena manera de estimular al individuo a realizar progresos intencionadamente. Si un delincuente sabe que, haga lo que haga, no va a salir en 30 años, puede mostrar poco interés en adecuarse a lo que se le pide.

En este sistema también podría plantearse la realización de trabajos que compensen retributivamente a la sociedad, aunque ya hemos expuesto la posible problemática que los define. Si estos están enfocados en cubrir los gastos de manutención del preso, puede ser una alternativa factible. Sin embargo, para que todo esto tenga sentido teórico y práctico, debe entenderse realizarse en un marco predispuesto para la modificación de la conducta, tal y como expuse en el capítulo anterior, Una teoría del castigo.


A mi juicio, no se trata de abolir todas las formas de castigo, sino de redefinir sus fundamentos. Considero que castigar solo para satisfacer una emoción —por intensa que sea— no es propio de una sociedad avanzada. En cambio, proteger, prevenir y rehabilitar encajan como los pilares de una nueva ética del castigo, adecuada a la sociedad moderna y humanista a la que creo que debemos aspirar. La ciencia ya ha dado pasos importantes para entender por qué las personas cometen delitos. La verdadera justicia comenzará cuando también sepamos qué hacer con ese conocimiento.

Te he presentado un artículo que traspasa las fronteras de la ciencia y se adentra sutilmente en el abigarrado territorio de la opinión. Mi visión, aunque respaldada por ciertas evidencias, puede no coincidir con la tuya. Admito que la respuesta no es sencilla, y debe tener muchos matices. Pero toda verdad, cuando se dilata, cae en inevitables interpretaciones.

“Yago. Has dedicado gran número de artículos a explicar la mente desde la selección natural, las emociones como respuestas adaptativas, el propósito existencial de las personas como ilusión cognitiva, la moral como estrategia evolutiva de la especie, e incluso una teoría del castigo que todavía debo meditar si me convence, pero hay algo que echo en falta irremediablemente… ¿Dónde queda Dios en todo esto?”

Estaba empezando a inquietarme. No comprendía cómo no habías hecho referencia todavía a la gran incógnita de la humanidad: ¿es compatible la ciencia con la idea de Dios? Sin rodeos, en la próxima publicación lo analizaremos. ¿Vendrás a mi rescate?

Yago Pérez Montesinos.