El dilema de la moral

Yago Pérez Montesinos

6/8/20259 min leer

En mi último artículo, Un puñado de leyes para todo un Universo, he abogado por un determinismo universal, defendiendo que todo cuanto sucede está predestinado por sus acontecimientos previos; por lo que no existiría, en realidad, la libre voluntad. Si el libre albedrío es una ilusión y las personas no tenemos control real sobre nuestras acciones —pues estas están inevitablemente programadas por las leyes de causalidad— ¿podemos considerarnos responsables de nuestros actos? ¿Es ético juzgar a las personas por algo que han hecho si, en el fondo, no tenían otra opción?

Esta es una pregunta que inquieta, y con razón. Toca las bases de cómo entendemos la justicia y la moral, y sus implicaciones pueden desmoronar nuestra concepción social del mundo. Antes de dar respuesta, es preciso abordar qué entendemos exactamente por sistema moral. Desde tiempos inmemoriales, la filosofía ha tratado de abordar la ética y nos ha proporcionado diversos enfoques interesantes.

Uno de los más representativos fue el que defendieron los idealistas como Sócrates y Platón, su discípulo aventajado. Sócrates creía que el conocimiento y la virtud son inseparables: nadie obra mal a sabiendas. Bajo su enfoque, si alguien comete una injusticia no es porque elija el Mal deliberadamente, sino porque no conoce realmente el Bien. La maldad sería, en este sentido, una forma de ignorancia; e inevitablemente recuerda al famoso principio de Hanlon: nunca atribuyas a la maldad lo que se explica adecuadamente por la estupidez. Platón, en línea con su mentor, amplió esta visión en su teoría de las Ideas: el Bien no es algo relativo ni cambiante, sino una entidad metafísica perfecta, una Idea suprema, análoga a Dios y, por tanto, estática. La moral, en este modelo, es un orden interno del alma, una armonía entre sus partes, y se proyecta hacia afuera como justicia social. Así, la moral tiene valor en sí misma, independientemente de sus consecuencias. Ser justo no es lo útil, sino lo correcto y lo divino. Por tanto, la moral no dependería de emociones o contextos sociales, sino de acceder al conocimiento de lo bueno y lo verdadero. Quien alcanza ese conocimiento no puede actuar de otra forma que no sea virtuosa.

Todo esto resulta conmovedor; sin embargo…

En medio de toda esta parafernalia divina hace su aparición Glaucón —el hermano feo de Platón— y les dice, básicamente, que están profundamente equivocados. Para Glaucón, la moral es un pacto social, una especie de acuerdo de no agresión donde todos renuncian a hacer el mal para no sufrirlo. Es una construcción artificial y adaptativa, creada para la convivencia mutua y el respeto interpersonal. De este modo, defiende que la gente no es justa por convicción, sino por conveniencia, poniendo en crisis toda la visión platónica de la moral como verdad interior.

Es fascinante cómo la postura de Glaucón se anticipa, más de 2.000 años antes, a las teorías actuales de la psicología evolucionista y la neurociencia moral. La moral de Glaucón ha sido confirmada por la ciencia: nuestros sistemas morales no derivan de principios metafísicos, sino de presiones adaptativas para vivir juntos. Déjame que te lo cuente de la mano de los mayores expertos en el tema.

En un entorno ancestral de cazadores-recolectores, los humanos no sobrevivían por su fuerza, sino por su capacidad de colaborar. Un individuo egoísta o violento era expulsado del grupo, mientras que el cooperador, el justo o el empático tenía más probabilidades de recibir ayuda, protección y pareja. Esto dio lugar a mecanismos naturales que favorecían la cooperación, como la empatía para comprender el sufrimiento ajeno, la culpa y la vergüenza para evitar comportamientos que afectaran al grupo y el castigo al infractor, incluso si eso implicaba un coste personal, porque disuadía a otros de aprovecharse del sistema. Estos mecanismos no surgieron por reflexión ética, sino porque los genes que los sostenían prosperaron. Por eso decimos que la moral es un producto de la selección natural, igual que el lenguaje.

En El origen del hombre, Darwin ya intuyó que el sentido moral no era una invención cultural, sino un instinto evolucionado: los animales sociales adquirirían inevitablemente un sentido moral o conciencia tan pronto como sus poderes intelectuales se hubieran desarrollado tanto como los del hombre. Para Darwin, la simpatía —o la capacidad de sentir con el otro— fue la raíz de la moral humana. Esta capacidad tiene ventajas evolutivas claras. En El malestar en la cultura, Freud expone que la civilización —y las normas morales que la caracterizan— funciona como una entidad represora, sacrificando nuestros instintos más primarios en favor de una convivencia grupal regida por normas que nos permiten prosperar como especie a costa de nuestros deseos más egoístas. Esta es una aproximación psicoanalítica al sentido evolutivo que tiene desarrollar un sistema de creencias compartidas basadas en una ética común. El avance hacia una sociedad civilizada y delimitada por patrones de conducta es una consecuencia lógica y adaptativa de la naturaleza humana. Los genes se benefician de que exista una moral que nos una y nos guíe hacia nuestra propia perpetuación colectiva, por lo que premian este fenómeno en el diseño evolutivo.

En Sociobiology, Wilson afirma que la ética está totalmente explicada como un producto del cerebro humano y su origen es biológico, sosteniendo que muchos comportamientos morales como el altruismo, el sentido de justicia o la lealtad están programados biológicamente; la cultura simplemente los canaliza, pero no los crea desde cero. El primatólogo Franz de Waal ha demostrado que los chimpancés, bonobos y otros primates muestran empatía, reconciliación después de un conflicto, cooperación estratégica y castigo al infractor. En The Bonobo and the Atheist, de Waal enuncia: la moral antecede a la religión. No fue Dios quien nos dio la moral, sino la evolución. Para él, la moral humana es un refinamiento de patrones que ya están presentes en otros primates, lo que probaría su base biológica. Robert Trivers introdujo la idea de que la cooperación moral puede surgir entre individuos no emparentados si existe la posibilidad de reciprocidad futura: yo te ayudo hoy, tú me ayudas mañana. Este mecanismo, llamado altruismo recíproco, permitió que comportamientos como la generosidad o el perdón tuvieran sentido evolutivo, siempre que el sistema pudiera castigar al que no devuelve el favor, de ahí la importancia de la reputación moral.

Siguiendo la estela dejada por David Hume, que consideraba la ética un resultado de las pasiones que nos dominan, el psicólogo social Jonathan Haidt ha demostrado que nuestras decisiones morales no son producto de un proceso deliberado y racional, sino de reacciones emocionales inmediatas que luego tratamos de justificar; es decir, primero sentimos, luego razonamos. Para ilustrar esta idea recurre a varios dilemas morales, y voy a permitirme compartir uno de ellos contigo:

Un matrimonio encuentra a su perro atropellado frente a su casa. Era muy querido por ambos. Por ello, deciden mantener relaciones sexuales con el cadáver, descuartizarlo, cocinarlo y comerlo en su honor, como gesto ritual. Lo hacen en privado y nadie resulta dañado. ¿Está mal?

Seguramente has pensado lo mismo que los encuestados: que sí, que está terriblemente mal. Sin embargo, cuando se les preguntó por qué, fueron incapaces de dar un argumento consistente. Si lo reflexionamos, es un acto que genera un rechazo inmediato, pero este rechazo no puede explicarse racionalmente. Cuando se les hacía notar que no hay daño a nadie, ni sufrimiento animal —el perro ya estaba muerto—, ni transgresión legal, muchos seguían insistiendo en que estaba mal, aunque no supiesen explicar por qué. La mayoría se quedaba sin palabras o se perdían en divagaciones sobre el sacrilegio.

Este caso revela que la mente moral funciona como un juez emocional, no como un científico imparcial. El juicio moral se forma rápidamente por una reacción visceral de asco o indignación, y luego la razón intenta justificarlo como sea. En la ética racional occidental —influenciada por Kant, Mill o Rawls— se considera que algo es malo si produce daño o sufrimiento. Pero este caso muestra que, incluso sin daño, muchas personas condenan moralmente una acción. Esto sugiere que la moral incluye valores más allá del sufrimiento, como la pureza y la repulsión, el respeto a lo sagrado y muchos otros tabúes culturales. Quizá así comprendemos mejor por qué algunas sociedades —generalmente poco desarrolladas intelectualmente— no se limitan a considerar exclusivamente delito a aquellos acontecimientos en los que existe una víctima, sino que otras acciones como la blasfemia, la homosexualidad, la apostasía, la publicación de obras censuradas, el consumo de sustancias, el juego o la tentativa de suicidio están penadas por ley, a pesar de no afectar necesariamente a terceros y desarrollarse dentro de la privacidad, la responsabilidad y la libertad de cada individuo. En cierto sentido, la legislación también se construye sobre una cultura erigida a través de caprichos morales.

Aunque mucha gente cree que sus valores morales son el resultado de una reflexión lógica, nuestros juicios morales son automáticos, instintivos e inconscientes. La razón actúa como un abogado defensor, buscando argumentos para una intuición ya formada. En su obra La mente de los justos, Haidt presenta una metáfora sencilla pero poderosa: la mente es como un elefante guiado por un jinete. El jinete cree que dirige al elefante, pero en realidad, solo lo sigue e intenta justificar a dónde ya iba. Seguro que has pillado la metáfora: el elefante sería la emoción, y el jinete la razónEsta idea ha sido respaldada también por biólogos evolutivos que añaden que el cerebro humano está cableado para mantener la coherencia narrativa, incluso si esa coherencia es fabricada. ¿Has observado alguna vez la inflexibilidad de las personas que, a pesar de haberles desmontado por completo su razonamiento, se resisten a cambiar su sistema de creencias e invocan argumentos de lo más peregrinos para perpetuarse en sus ideas?

Entonces, ¿significa esto que la moral es relativa? No necesariamente. Decir que la moral tiene raíces evolutivas y emocionales no implica que sea arbitraria o falsa, sino que tiene una función adaptativa real y puede variar entre culturas según sus necesidades; sin embargo, también comparte estructuras comunes, como el rechazo a la traición, el cuidado de los vulnerables, o la condena de la violencia gratuita. Tal y como demostró Paul Ekman, pionero en el estudio de la emoción humana, las emociones más elementales son universales y compartidas por todos los seres humanos, que expresan de igual forma la alegría, la tristeza, el asco, el miedo y la ira. De este modo, si tenemos en cuenta que la moral viene determinada por nuestro sistema emocional, y que las emociones tienen una poderosa carga común para todos nosotros, deduciremos que la moral global echa raíces en un mismo terreno, aunque a veces crezca de forma dispar en función de las condiciones ambientales.

La moral es una solución evolutiva a los desafíos de vivir en grupo. Es por eso que sentimos culpa aunque nadie nos vea, castigamos al tramposo aunque no nos afecte directamente y valoramos la justicia aunque no nos beneficie de inmediato. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la moral es parte de nuestra naturaleza. Y aunque esté determinada por la biología, eso no la hace menos valiosa; de hecho, nos recuerda que nuestra tendencia al bien es tan natural como respirar.

A pesar de que las intuiciones de Glaucón sobre la moral como constructo moldeable han sido confirmadas por la ciencia, la gran mayoría de personas todavía refleja ese idealismo socrático en sus convicciones sobre el bien y el mal, y emiten sus juicios morales presuponiendo que tienen una verdad absoluta e indiscutible. Esa superioridad moral es una gran enemiga del pensamiento crítico y del debate inteligente. Mi consejo: no te esfuerces en discutir con idiotas cuya visión del mundo se reduce a sólo dos colores. Vivirás más tranquilo.

“Enternecedor discurso, Yago. Pero creo recordar que la pregunta inicial era si tiene sentido castigar a alguien por sus actos si tenemos en cuenta que todo está predestinado. Tengo especial interés por saber si es justo condenar a una persona cuando, en realidad, sus acciones no han sido fruto de su responsabilidad, sino consecuencia del devenir de las circunstancias. ¿Dónde quedan tus promesas?”

Tienes toda la razón. Y me disculpo por no haber saciado plenamente tu curiosidad. Pero debes de tener paciencia. Sabes de sobra que la esencia se vende en frascos pequeños, y este artículo empezaba a alcanzar un volumen desproporcionado. No quisiera que se devaluara el meticuloso conocimiento que te ofrezco, así que he decidido dejarte con este agridulce sabor de boca y proporcionarte, simplemente, la introducción a la respuesta final. Voy a darte una semana para que sigas reflexionando; quizá con estas pistas soluciones tú mismo el problema. No te alteres, no quiero hacerme el interesante. Mi próximo artículo irá directo al grano. Ya que estamos en confianza… te confieso que es una estrategia para que el lector nuevo tenga que venir aquí y leerse el anterior. Consuélate con la ventaja que le llevas.

Un cálido abrazo, si aceptas recibirlo.

Yago Pérez Montesinos.