Una teoría del castigo

Yago Pérez Montesinos

6/14/202510 min leer

Si has leído mi artículo previo, sabrás que la moral humana es otra estrategia del medio para favorecer nuestra supervivencia y conservación como especie; pero existe un gran dilema a resolver. Yo he defendido que vivimos bajo las leyes de un universo determinista en el que todo cuanto sucede está predispuesto por los acontecimientos anteriores. Siendo así, ¿tiene sentido castigar a alguien por sus actos si tenemos en cuenta que estos ya estaban predestinados desde los mismos orígenes del mundo? Desde mi punto de vista, la respuesta es sí, pero por otras razones diferentes a la ética instaurada popularmente. La teoría del castigo suele ser controvertida y muchas veces conduce a callejones sin salida, pero existen botes a los que subirse en medio de la tempestad, y me gustaría ofrecerte el mío por si quisieras aprovecharlo.

Empecemos por el principio. La pregunta elemental: ¿para qué se castiga a una persona? ¿Cuál es el objetivo que nos lleva, por lo general, a considerar justo castigar a alguien por sus actos irresponsables? En realidad, existen cuatro razones fundamentales: 1) Como resarcimiento social: para hacerle pagar por sus actos con dolor de manera retributiva y saciar el daño emocional; 2) Como estrategia social preventiva y disuasoria: para eliminar la tentación de otros que, viendo las posibles consecuencias, se abstienen de replicar las acciones penadas; 3) Como método de contención: para proteger a la sociedad aislando a un individuo de naturaleza peligrosa; y 4) Como estrategia de modificación de conducta: para que el individuo aprenda a no repetir esos actos si quiere formar parte de la sociedad. Analicémoslo punto por punto.

El castigo como resarcimiento social

A mi juicio, tiene poca lógica. En términos reales, ningún daño provocado a otra persona nos va a devolver, per se, aquello que se nos ha quitado. Esta ilusión cognitiva de saciedad emocional responde a los instintos más primarios pero, realmente, sólo alimenta una violencia interior frustrante y autodestructiva. El castigo destinado a hacer sufrir a un criminal por su conducta previa, sin otro propósito que infringirle sufrimiento, no es, en términos funcionales, un castigo; por el contrario, resulta un profundo sinsentido que no debería tener cabida en una sociedad racional. Un castigo, en términos prácticos, es una acción enfocada en corregir comportamientos. De este modo, se castiga a las conductas, no a las personas. Es por ello que considero que un castigo sin más finalidad que el resarcimiento social es, técnicamente, una venganza o, en sus derivaciones más sádicas, una tortura.

Una sociedad desarrollada e intelectualmente avanzada no debe interesarse por la satisfacción de ese tipo de caprichos personales. La razón opera buscando resultados, no removiendo el dolor a través del sufrimiento, o viceversa. Aunque es perfectamente comprensible y natural el deseo de ver sufrir a quien te ha hecho sufrir, la venganza tiene daños colaterales muy poco compatibles con un sistema elevado y óptimo de justicia.

En un universo determinista, en el que no podemos considerar plenamente culpable a nadie por sus actos, esta especie de castigo retributivo pierde toda la legitimidad, tal y como defienden los neurocientíficos Sam Harris y Robert Sapolsky. Pero incluso en una sociedad en la que existiese el libre albedrío, un castigo sin propósito es, valga la redundancia, un completo despropósito.

El castigo como estrategia preventiva y disuasoria.

Esta sí que parece una estrategia inteligente desde un punto de vista práctico y evolutivo, pues sirve para desincentivar comportamientos perjudiciales. Si alguien actúa de forma peligrosa o destructiva —aunque esté determinado a hacerlo— necesitamos mecanismos de disuasión y protección para que otros individuos no deseen seguir cometiendo esos mismos actos y existan inhibidores conductuales.

Aunque la teoría parece sencilla, la práctica se antoja más complicada. La justicia convencional se sustenta, mayoritariamente, en la Ley del Talión: un castigo debe ser proporcional al delito cometido; es decir, se formula una suerte de equivalencia. Siguiendo esta misma lógica, cabría esperar que cuanto más duras sean las penas establecidas, mayor será la inhibición social a infringir la ley. Sin embargo, la historia nos demuestra que esto no es, en absoluto, como parece. En la Edad Media, donde la horca era el pan de cada día, imperaban los crímenes con mucha mayor frecuencia que en la actualidad. De hecho, tal y como señala Esteve Freixa i Baqué, era precisamente en los días de ejecución donde se concentraba el mayor número de delitos, pues los maleantes aprovechaban la concentración de las masas en la plaza del patíbulo para realizar todo tipo de robos mientras tenían ante sus narices el precio de sus actos.

Si bien es cierto que no es la única variable a tener en cuenta, pues las sociedades antiguas vivían en un marco de pobreza y analfabetización que también les empujaba a la barbarie, sí que refleja que la ejemplaridad no correlaciona, necesariamente, con la disminución de los delitos en una sociedad. Si lo analizamos, el mundo actual presenta la tasa de violencia más baja de la historia, viendo cómo ésta se ha reducido drásticamente conforme se flexibilizaban las penas.

En cualquier caso, esto no quiere decir que no funcione la estrategia disuasoria, sino que requiere de un equilibrio. Si no existiesen las condenas y reinase el vacío judicial, los individuos se aprovecharían de ello para cometer todo tipo de injusticias. Por este motivo, la virtud la encontramos, como diría Buda, en el camino del medio.

El castigo como método de contención

El castigo como método de contención del delincuente se construye sobre una de las funciones clásicas de la pena: la incapacitación. Su objetivo principal no es retribuir el daño ni disuadir, sino neutralizar la capacidad del infractor para continuar delinquiendo, generalmente mediante su reclusión física. Desde una perspectiva utilitarista, se justifica en términos de prevención especial negativa: si un individuo ha demostrado mediante su conducta que representa un peligro para otros, el Estado puede privarlo de libertad para proteger a la sociedad.

Aunque es una perspectiva moralmente legítima, considero que tiene un valor práctico limitado a corto plazo y se justifica solo cuando se ha determinado con cierto grado de certeza que el individuo representa un peligro real. Como estrategia única, es insuficiente y puede resultar contraproducente si no se acompaña de medidas de reeducación y evaluación individualizada del riesgo. La contención evita delitos durante el tiempo de reclusión, pero no resuelve las causas subyacentes de la conducta delictiva. Por otro lado, tampoco resolvemos el dilema temporal: ¿durante cuánto tiempo debe estar recluido el susodicho? ¿Per secula seculorum? ¿Cuándo podemos considerar que ya puede reintegrarse? ¿Es eso posible sin realizar una intervención diseñada? La contención es una estrategia coja si se presenta por sí sola.

Otro problema patente en nuestra sociedad es que las prisiones son, como dice Edwin Sutherland, universidades del crimen: la privación de libertad prolongada puede aumentar la peligrosidad del individuo, especialmente en sistemas penitenciarios degradados o violentos. Es lo que se conoce como criminogénesis institucional. Diversos estudios criminológicos han mostrado que la convivencia prolongada con otros delincuentes favorece el intercambio de técnicas, contactos y normas antisociales, pues el entorno penitenciario refuerza identidades delictivas a través de la pertenencia a bandas, las jerarquías carcelarias, o cultura del silencio y la violencia. Por otra parte, la etiquetación social y la exclusión posterior dificultan la reintegración, alimentando la reincidencia. En este sentido se habla de una aprendizaje diferencial: el crimen se aprende en interacción con otros y la prisión facilita ese proceso.

Aunque no podemos negar la necesidad de privación de libertad en ciertos casos, resulta clara la urgencia de reformas estructurales profundas en el sistema penal y penitenciario que complementen este proceso. Y ello nos lleva al último punto.

El castigo como estrategia de modificación de conducta

Bajo mi punto de vista, es el único que cumple con la definición apropiada de castigo: un método diseñado para disminuir las probabilidades de repetir una acción antisocial y fomentar las posibilidades de sustituirla por otras acciones prosociales.

En el contexto de regímenes penitenciarios y sistemas legales, el castigo como estrategia de modificación de conducta se articula formalmente a través de una educación psicológica, con mecanismos de incentivos y sanciones conductuales dentro del cumplimiento de la pena. Aquí no se trata solo de retribución o contención, sino de moldear la conducta del penado durante su reclusión mediante reglas conductuales claras y consecuencias explícitas. De este modo, se pretende generar una reestructuración del sistema de creencias del condenado, a la par que se le proporcionan alternativas que favorezcan su adaptación.

Esto resulta costoso y difícil. Es necesaria una contingencia clara: el castigo debe estar directamente relacionado con la conducta que se quiere eliminar; requiere inmediatez: debe aplicarse poco tiempo después del comportamiento delictivo; debe ser de una intensidad adecuada: ni excesiva —produce rechazo o violencia—, ni débil —pierde efecto disuasivo—; necesita presentarse de forma consistente: si se castiga a veces sí y a veces no, la conducta tiende a persistir o incluso fortalecerse; y, por supuesto, debe existir una disponibilidad de alternativas: si no se refuerzan conductas prosociales, el castigo por sí solo no genera cambio duradero.

Todo este proceso requiere voluntad política, inversión sostenida y una filosofía penitenciaria centrada en la persona, no en la simple custodia. De lo contrario, se convierte en una ficción retórica que no modifica conductas ni protege a la sociedad. Si no se realiza apropiadamente, el castigo se convierte en un recurso limitado, de efecto superficial y transitorio, perdiendo efectividad y llegando a ser contraproducente.

Los principales problemas actuales son que reina la incongruencia y la arbitrariedad, siendo las sanciones no proporcionales, impredecibles o injustas; que existe una débil aplicación del refuerzo sin fortalecer las conductas prosociales; y que hay una profunda ausencia de individualización, sin tener en cuenta que el mismo castigo puede tener efectos distintos según el perfil psicológico del interno.

El problema es mucho más complejo de lo que parece. Desde un punto de vista psicológico, las conductas no pueden entenderse de forma aislada, sino que siempre se tienen en cuenta como una interacción sistémica con el entorno. Cuando se desea modificar un comportamiento, debemos prestar también atención al medio que influye en él. Por este motivo, el cambio estructural en el sistema penitenciario es tan relevante como los cambios aplicados al interno, por no decir que es la misma cosa. Emilio Duró ilustra muy bien este concepto: la gente hace lo de siempre y se sorprende de que le ocurre lo de siempre. Si como sociedad permanecemos estáticos y no modificamos nuestros sistemas de intervención, no debemos quedarnos pasmados si seguimos enfrentando las mismas problemáticas una y otra vez.

¿Y el determinismo?

Alguien podría preguntarse: “pero, si todo está predeterminado, los crímenes también forman parte inevitable de ese destino. Por mucho que hagamos, no vamos a cambiar nada. ¿Qué sentido tienen los intentos de modificación de conducta?”

Esta es una pregunta interesante, pero responde a un error conceptual: confundir fatalismo con determinismo. Aplicar castigos a individuos problemáticos es una variable más introducida en el sistema de leyes naturales; esta variable tiene consecuencias y, por tanto, influye en futuras cadenas causales por sí misma. Evidentemente, no es una variable intencional —el universo no entiende de criterios morales— pero es una variable útil para nosotros ya que juega un papel fundamental en el desarrollo posterior de los acontecimientos; y debemos aceptarla de buena gana en tanto en cuanto ayude a minimizar los daños. En otras palabras: no justificamos el hecho de castigar a alguien simplemente porque lo merece ontológicamente, sino porque castigar tiene utilidad social y evolutiva para la especie. Que no tengamos control sobre nuestro destino no significa que todo sea indiferente; indudablemente, muchos de los fenómenos que nos suceden son cruciales para favorecer el orden natural y, de hecho, están ahí por serlo.

Entonces, ¿el determinismo implicaría que nadie es culpable de nada? La conclusión no es que nadie sea culpable, sino que la noción de culpa debe reinterpretarse: no la medimos en términos de castigo eterno, venganza o culpa metafísica, sino como una herramienta social para regular el comportamiento. Debemos reconocer que todos somos resultado de causas previas, pero eso no significa dejar de intervenir, corregir o prevenir. En vez de pensar: “esa persona merece sufrir por lo que hizo”, podemos pensar: “esa persona representa un riesgo que debemos gestionar con inteligencia y compasión”.

Cuando alguien plantea que, en un universo es determinista, la moral no tiene sentido, está cayendo en una falacia conceptual que confunde entre niveles de análisis. El determinismo no implica que las prácticas morales carezcan de sentido o sean incorrectas; simplemente son parte del mismo sistema determinista que integran. Dicho de otro modo: la existencia del determinismo no anula la función de la moralidad, igual que la existencia de la gravedad no anula la utilidad de construir puentes. El concepto de responsabilidad tiene valor porque permite estructurar relaciones sociales, establecer incentivos y definir consecuencias. En este marco, ser responsable significa ser el agente de una acción relevante para la comunidad moral, independientemente de que esa acción esté determinada por factores previos. Si eliminamos la responsabilidad moral por el determinismo, caeríamos en una regresión infinita: el criminal no sería responsable de sus actos, así como el juez tampoco lo sería por condenarlo, ni el verdugo por ejecutar la condena, ni la sociedad por aprobarlo, y así ad infinitum. Es un argumento que se autodestruye. Por este motivo, el determinismo afecta a la estructura causal de los hechos sin invalidar el marco ético que utilizamos para estructurar la convivencia.

Aunque la idea de moral se ha planteado siempre unida a la voluntad y la libertad individual de elegir qué es lo correcto, lo cierto es que es otra ilusión cognitiva. No obstante, muchos filósofos y científicos han señalado que puede ser una ilusión útil, pues nuestra percepción de libertad y justicia cumple una función adaptativa. Creemos en el libre albedrío porque eso favorece la cohesión social, fomenta la responsabilidad y estimula el autocontrol. Si tuviésemos presente en todo momento que somos simples autómatas de nuestras circunstancias, el sistema social podría perder el sentido para nosotros y vernos sumergidos en un caos existencial. Así, la moral evoluciona no para alcanzar la verdad absoluta, sino para mantener funcionando una especie compleja y conflictiva como la nuestra.

Aceptar el determinismo no implica renunciar a la moral. Al contrario, nos obliga a una moral más madura, más empática y más efectiva. Nos aleja del castigo como venganza y nos acerca a la comprensión como solución. Y aunque nuestras acciones estén determinadas, seguimos siendo parte activa en un sistema complejo que responde, aprende y se adapta. Lo que hacemos importa. Lo que enseñamos importa. Lo que cultivamos en otros importa. Porque, incluso en un universo determinado, somos el vehículo de las causas que moldean el mañana.

“De acuerdo, Yago. Suponiendo que te compro esta teoría del castigo, me surge otra pregunta: ¿qué castigo debemos aplicar a los delincuentes? ¿Qué clase de condena es la más apropiada para aquellos que deciden saltarse las normas?”

Te has acostumbrado a acorralarme, empiezo a pensar que me tienes manía. Quizá no tenga una respuesta plenamente satisfactoria para tu pregunta, pero hagamos una cosa: en el próximo artículo te expongo las posibilidades, te proporciono argumentos a favor y en contra de cada opción, y juzgas por ti mismo. ¿Hay trato?

Si es así, nos vemos en el siguiente.

Yago Pérez Montesinos