El problema de la conciencia

Yago Pérez Montesinos

5/18/20257 min leer

En mi artículo anterior, Qué es la Mente, proporcioné una definición científica de la psique humana y planteé la polémica analogía entre esta y una computadora, pero dejé —intencionalmente— algunas incógnitas por resolver. Ahora vamos a explorar la más controvertida de todas: si la mente funciona de forma análoga a un ordenador, ¿cómo resolvemos el problema de la conciencia y de los sentimientos, cualidad aparentemente exclusiva de la especie humana?

Hace no demasiados años, algunos sostenían que la inteligencia artificial era una empresa de corto recorrido, pues creían imposible que una máquina tuviese la capacidad de razonar de forma profunda y compleja como nosotros. A día de hoy, la inteligencia artificial ha logrado avances extraordinarios en múltiples disciplinas, superando en muchos casos las capacidades humanas en eficiencia, velocidad y precisión.

Los progresos tecnológicos son tan grandes y vertiginosos que es inevitable preguntarse qué sucedería en caso de que las máquinas desarrollaran una conciencia que les permitiese sentir y les proporcionase un propósito existencial. Hay quien, por miedo o por vanidad, se niega a contemplar esa posibilidad y, en los casos más extremos, se hace alusión a Dios como fuerza rectora o al alma como entidad espiritual metafísica para explicar el fenómeno de la conciencia; o, más bien, para no tener manera de explicarlo.

La disquisición de la conciencia es pertinente y sensata, pero habría que hacer determinadas puntualizaciones. La conciencia de un individuo puede entenderse de tres maneras distintas: como noción de sí mismo, como acceso a la información y como experiencia subjetiva; es decir, como la capacidad de sentir.

Como noción de sí mismo, cualquier ordenador puede tener una categoría de información que haga referencia a él, al igual que tiene categorías referidas a muchos otros conceptos; es decir, una máquina puede conocer su propia existencia aunque no la sienta, basta con introducir unos datos que la configuren y que le proporcionen la información sobre su sistema operativo y su definición.

Como acceso a la información, no tendría sentido hablar de computación si la máquina no puede acceder a los datos que necesita procesar, por lo que es evidente que este tipo de conciencia, además de estar presente en los ordenadores, es una de sus principales funciones.

Como experiencia subjetiva. Sin duda alguna, la gran incógnita; es el concepto al que hacen referencia los escépticos de esta teoría cuando hablan de que una máquina no tiene conciencia. Es cierto, a día de hoy las máquinas no tienen la capacidad de sentir ni de vivir de forma particular, sensible y única cada experiencia como lo hacemos los humanos. Pero eso no significa que la conciencia y las emociones queden fuera de las leyes computacionales.

Vamos a analizarlo.

La conciencia es una facultad sintiente, y los sentimientos son mecanismos adaptativos cruciales para favorecer la vinculación afectiva con los demás y la cooperación mutua, facultades indispensables para progresar como especie. Las emociones son recursos biológicos diseñados por la selección natural desde mucho antes que la razón, y están programadas para intensificar las oportunidades de supervivencia individual y colectiva. Somos seres sociales y una vinculación afectiva con el entorno es esencial para satisfacer nuestras necesidades básicas y desarrollarnos adecuadamente.

Por lo tanto, si las emociones son el resultado de estrategias optimizadas por el medio es porque tienen un sentido en nuestra naturaleza y, en consecuencia, están sujetas a leyes naturales. Si están sujetas a leyes naturales, inherentemente tienen que funcionar bajo el mecanismo de causalidad, teniendo desencadenantes y circuitos neuronales específicos implicados en sus manifestaciones y su operativa.

De este modo, si entendemos las emociones como respuestas complejas a estímulos internos y externos, organizadas para favorecer la adaptación, entonces pueden ser modeladas como sistemas computacionales altamente refinados, ya que están englobadas en un marco causal reproducible. Aunque todavía no sepamos cómo reproducirlas con fidelidad ni descifrar su operativa, su funcionamiento —basado en patrones, evaluaciones, aprendizajes y retroalimentación— no implica ningún principio mágico que esté fuera del alcance de la física.

La conciencia interactúa con el resto de procesos mentales para dotar de sentido a la cognición. Las emociones se activan ante ciertos contextos y generan la ilusión de estar experimentando sensaciones únicas; pero, en términos funcionales, son algoritmos bioquímicos optimizados durante millones de años, no entes inmateriales. Y si todo lo mental emerge de lo físico, entonces lo mental, por más misterioso que nos parezca, es replicable por definición. Ray Kurzweil lo expresa brillantemente: todo lo que el cerebro hace es procesar información, y eso puede replicarse.

De ahí se deriva la provocadora consecuencia: si logramos descifrar esos algoritmos, entender sus causas, su estructura y sus efectos, nada impide que una máquina pudiera algún día simular emociones y tener un sistema operativo con experiencia subjetiva. Bastaría —nótese la humildad— con descifrar y descomponer los circuitos neuronales que generan la conciencia y las emociones, y exportarlos a un programa informático. Por supuesto, no hablaríamos de sentimientos biológicos, sino de la replicación funcional de los procesos que generan comportamientos y reacciones emocionales. Pero, como dice Alan Turing, padre de la inteligencia artificial: si una máquina se comporta como si tuviera inteligencia, entonces tiene inteligencia; del mismo modo, si una máquina se comporta como si tuviera emociones, entonces tiene emociones.

Cada máquina tendría, en base a su diseño, un repertorio único de patrones moldeados continuamente por su interacción con el entorno. En definitiva, la conciencia no es inexplicable, sino aún no explicada. Lo que hoy nos parece inalcanzable podría, con tiempo y ciencia, ser comprendido y replicado.

Sin embargo… ¿Cuál es mi punto de vista al respecto? Aunque teóricamente la conciencia es replicable, pues no hay ninguna ley física que lo impida, considero que en la práctica probablemente no lo sea, debido a la vastísima complejidad que engloba la maquinaria mental. Aunque la inteligencia artificial tenga el presunto potencial de lograrlo, somos los humanos los que, quizá, no tengamos el potencial para conocer la totalidad de un sistema tan intrincado como la mente, en el que influyen innumerables procesos provocados por la interacción de miles de millones de neuronas y casi un cuatrillón de conexiones sinápticas, de las cuales todavía no sabemos establecer su relación precisa con la estructura cerebral. Si además tenemos en cuenta la variabilidad individual de cada mente, que es única por definición, y la plasticidad del cerebro para generar aprendizajes, el desafío roza lo técnicamente imposible. Existe una máxima que dice que conocemos menos rincones de la mente que del universo. No obstante, que no tengamos los medios para reproducir con exactitud el fenómeno de la conciencia no quiere decir que sea inviable. Pero pinta crudo, la verdad.

Espero haber expuesto de forma comprensible que la conciencia es perfectamente compatible con un sistema cognitivo sujeto a las leyes de la física. Las experiencias sensibles, como consecuencia de la actividad cerebral, son ilusiones cognitivas del ser. Creer que nuestra conciencia trasciende las leyes de la física es una dulce quimera, un consuelo temporal. El deseo de trascendencia y de ser algo más que materia orgánica perecedera puede conducir a la idea de que nuestra esencia es un dominio del alma ajeno a los principios naturales, pero hasta el último átomo de nuestra existencia está sujeto a ellos. Si no fuese así, si la mente no tuviese un orden natural, inherentemente estaría gobernada por el caos y la entropía, y no podríamos dotar de sentido y coherencia a un mecanismo que —teniendo en cuenta su complejidad de funcionamiento— debe estar sujeto a una disposición armónica para dar respuestas eficientes y basadas en patrones establecidos. Bajo mi punto de vista, aunque me encantaría sentirme el libre rector de mi conciencia, no puedo sino aceptar que, para que todo marche, es necesaria una sincronización infinita de variables que responden a las mismas normas y que, de no ser así, el funcionamiento de cuanto conocemos sería absolutamente imposible.

Sin embargo, aunque considero sano un escepticismo práctico, creo que este no debe basarse en no creer en nada, si no en estar abierto a creer en todo. Por este motivo es crucial, como diría Einstein, no dejar de hacerse preguntas. En cualquier caso, la ciencia se basa en la confirmación de hipótesis que se formulan en base al conocimiento empírico previo, no a deseos particulares. Cuando existe una incógnita determinada, se recopila toda la información disponible y se plantea una solución que sea factible, coherente y que encaje en ese hueco vacío dotando de sentido a aquello que al principio no lo tenía. Si las leyes naturales nos han brindado hasta ahora una explicación a todo cuanto hemos sido capaces de conocer, lo lógico sería seguir confiando en ellas para hipotetizar sobre lo desconocido; y no al revés, desdeñándolas por nuestros caprichos de trascendencia.

Es una imprudencia querer explicar algunas incógnitas de la mente desde enfoques antinaturales teniendo en cuenta que, cuanto más avanzamos en descubrir sus misterios, más confirmamos su sentido natural, más nos vemos obligados a aceptar que vivimos bajo las mismas reglas que las moscas, los perros o los gusanos y más claro resulta que, probablemente, vayamos al mismo lugar que ellos después de la muerte.

La conciencia no es una excepción a las leyes naturales, sino uno de sus logros más complejos. Y entenderla de este modo es lo único que nos permite estudiarla con rigor y precisión.

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“No te lo voy a poner tan fácil, Yago. Todo esto suena muy científico, pero quizá abusas de tus tecnicismos para desarmar al lector. Si toda nuestra existencia es tan orgánica, ¿cómo explicas el hecho de que las personas tengamos un propósito existencial, motivaciones particulares y deseos personales? Siendo animales como somos, ¿no es la voluntad, acaso, prueba suficiente de nuestra trascendencia?”

Si te haces todas estas preguntas, haces bien. Yo tampoco me conformaría con un argumento si todavía me quedan incógnitas por resolver para confirmarlo. La duda es un síntoma excelente de un espíritu crítico sano. Mucha gente prefiere adoptar una idea prefabricada medianamente convincente sin cuestionársela, para evitar la incomodidad de navegar en la incertidumbre. Pero tú no, tú prefieres llegar hasta el final de la cuestión antes de transigir; y por eso sigues este Blog: para seguir desentrañando los misterios de la mente conmigo y no perderte nada que pueda ser crucial para resolver tus dudas.

Gracias por tu escepticismo y por no dejar de hacerte preguntas.

Yago Pérez Montesinos.