El propósito existencial de la especie

Yago Pérez Montesinos

5/25/20258 min leer

En El Problema de la Conciencia desarrollé por qué las emociones son adaptaciones diseñadas por la selección natural para favorecer las posibilidades de supervivencia, sujetas a un marco causal y, en consecuencia, con potencial replicable en estructuras computacionales. Defendí que todo cuanto conocemos, incluida nuestra conciencia, estaba sujeto a las leyes naturales y tiene potencial explicativo desde los principios de la física.

No obstante, todavía quedaron en el tintero incógnitas como el propósito existencial, los deseos y la voluntad de los seres humanos. ¿Cómo es posible que, si todo forma parte de una lógica universal coherente, las personas persigamos metas tan distintas y, en algunos casos, tan aparentemente irracionales? Bien, considero justo y pertinente dedicar un artículo para abordar todo esto detalladamente.

Desde los orígenes de la humanidad, la filosofía se ha preocupado por explorar la naturaleza de las cosas. Cuando Marco Aurelio nos animó a mirar en cada objeto la razón de su causa, nos planteaba la inherente pregunta: ¿Qué es esto, en esencia? ¿Qué naturaleza tiene? ¿Qué está haciendo en el conjunto del universo? En la misma línea, pensadores modernos como Antonio Escohotado insisten en que nada se mantiene vivo sin esforzarse continuamente por realizar su propia naturaleza. Pero... ¿cómo adivinar la naturaleza de las cosas?

La raíz de las palabras suele conducirnos acertadamente en la búsqueda de sus principios. Etimológicamente, natura deriva de nasci —nacer— y hace referencia a la disposición interna de los cuerpos, la razón por la que han sido creados y las facultades que les hacen ser lo que son. Entonces, ¿para qué ha nacido un ser humano? Esta pregunta puede parecer engañosa, pues atribuir intencionalidad a las leyes naturales es un profundo error conceptual. Para aclararlo, mejor podríamos decir: ¿Cuál es la función que cumple, en el universo, el ser humano? ¿Cómo contribuye a perpetuar su propia existencia y formar parte del todo armónico?

El ser humano actual es el resultado de un larguísimo diseño evolutivo desarrollado por la selección natural. Lo que somos a día de hoy, nuestra naturaleza, se la debemos a millones de años de adaptación al medio. Pero la biología evolutiva nos enseña que la unidad fundamental de la selección natural no es el individuo ni la especie, sino el gen. En El Gen Egoísta, Richard Dawkins evidencia que los organismos vivos no son fines en sí mismos, sino vehículos temporales diseñados por los genes para asegurar su propia perpetuación. La naturaleza de las personas viene determinada por los genes que nos configuran. Y la naturaleza de los genes —su función— es muy sencilla: replicarse. Y esto no es así porque los genes tengan voluntad consciente de replicación, sino porque aquellos que mejor se replicaron fueron los que dominaron el acervo genético de las especies actuales. De nuevo, la selección natural haciendo de las suyas.

Este concepto, aunque puede parecer reduccionista, no niega la complejidad del ser humano; simplemente trata de abordarlo desde la raíz, desde la esencia. El propósito natural de cualquier especie —no sólo de los humanos, sino de cualquier organismo configurado genéticamente— es perpetuarse. De este modo, podemos hablar de dos metas biológicas indispensables para cumplir este cometido: supervivencia y reproducción. Los genes necesitan de la supervivencia del individuo y de su apareamiento para alcanzar la función de continuar con la especie y contribuir al todo armónico que define su existencia. Estos instintos de conservación y sexualidad los utilizó Sigmund Freud en la construcción de su teoría psicoanalítica.

Desde esta perspectiva, nuestra mente no ha sido diseñada para nuestra felicidad o realización personal, sino como un instrumento al servicio de los genes; y todo aquello que incrementa, directa o indirectamente, la probabilidad de que dejemos descendencia fértil, tiende a ser favorecido por la selección natural. Y es aquí donde muchas personas pueden experimentar un conflicto al preguntarse: ¿cómo puede ser que lo que se espera de mí a nivel biológico no coincida con lo que yo deseo personalmente? Cualquier persona siente la necesidad de ir más allá de impulsos tan básicos. Evidentemente, si siguiéramos las premisas biológicas deberíamos estar procreando hasta la extenuación; sin embargo, es bastante obvio que ningún ser humano toma esos derroteros, sino que introduce en su vida variables como la autorrealización y el bienestar, que son también imprescindibles para su existencia.

La evolución de la especie ha alcanzado un punto de complejidad tan sofisticado que la mente es un arma de doble filo para sí misma. Desnudos y desprovistos de armas somos una especie débil, y cualquier animal medianamente grande podría destruirnos ahí fuera. El pensamiento es uno de esos hitos de la evolución que nos han permitido compensar la balanza natural, sobrevivir, y salir victoriosos en nuestra empresa de perpetuación frente a un mundo salvaje. Sin embargo, consustancialmente nos ha convertido en agentes conscientes, capaces de pensar, sentir y crear normas morales. Nuestra mente ha sido moldeada por la evolución, sí, pero también por la cultura, la historia, la educación, el lenguaje, el arte y el pensamiento crítico. Ya no nos limitamos a satisfacer nuestros impulsos primarios, sino también a reconocerlos, cuestionarlos o reorientarlos. Este es uno de esos sacrificios inteligentes que ha realizado la selección natural en favor de nuestra supervivencia como especie.

En cualquier caso, si observamos detenidamente algunas de las necesidades universales de las personas a través de, mismamente, la pirámide de Maslow, veremos que, en el fondo, las misiones biológicas subyacen a nuestras inquietudes y pavimentan el terreno que pisamos. Analicémoslo: las necesidades fisiológicas —comida, agua, sueño, sexo— aseguran la conservación inmediata del cuerpo y la transmisión genética. La seguridad —salud, refugio, empleo— ofrece estabilidad para vivir y poder cuidar de uno mismo, de su entorno o de su descendencia. Las necesidades sociales —afiliación, pareja, amistad, familia— facilitan cooperación, protección, vínculos afectivos y capacidad reproductiva. La estima —reconocimiento, estatus— aumenta la posición social y, con ello, las oportunidades de reproducción y apoyo grupal. Incluso la autorrealización —creatividad, moral, trascendencia— puede entenderse como una forma de señalizar valor ante el grupo, dejar legado o atraer aliados y parejas. Nuestras motivaciones parecen siempre confluir en el mismo punto.

Así, bajo aspiraciones individuales y culturales, actúan fuerzas biológicas que han moldeado la mente humana para sobrevivir, reproducirse y perpetuar sus genes. Todos nuestros propósitos individuales son ilusiones cognitivas con una lógica evolutiva. Sin estos propósitos, el ser humano no sentiríamos que la vida merece la pena, y toda nuestra maquinaria consciente se perdería en una profunda depresión. Lo que nos mantiene vivos —entiéndase vivos como ilusionados por vivir— es también lo que permite que, de alguna manera, siga teniendo sentido la especie para nosotros y nos esforcemos por contribuir a su existencia.

Los deseos y motivaciones son, simplemente, emociones atadas a una meta. Su funcionamiento está predispuesto por las leyes naturales y enmarcado en la misma lógica de causalidad que el resto de nuestros pensamientos y conductas. El ser humano es un portador de estrategias evolutivas, y sus aparentes propósitos no son fines en sí mismos, sino medios biológicos para favorecer la continuidad genética. 

No obstante, si la selección natural tiende a favorecer aquellos rasgos que promueven la supervivencia y la reproducción, deberíamos esperar que los genes asociados a una mayor fecundidad se propaguen más y la gente desee tener más hijos... ¿no? Esto es lo que se conoce como paradoja evolutiva. En teoría sí, los genes de quienes quieren tener hijos deberían prevalecer; pero, como hemos visto, la cultura y el contexto es una variable más que influye significativamente. Nuestros cerebros y sistemas de deseos evolucionaron en entornos de escasez y alta mortalidad, donde la reproducción temprana y frecuente maximizaba la aptitud biológica. Hoy vivimos en entornos radicalmente distintos: supervivencia infantil alta, posibilidad de anticoncepción segura, métodos de control de la natalidad y estímulos culturales o de consumo que sustituyen la motivación biológica por otras gratificaciones. Estos factores pueden suprimir o modificar los deseos reproductivos, especialmente en contextos donde no tener hijos no supone una desventaja inmediata para la supervivencia. En entornos complejos, donde el éxito de los hijos depende de una inversión educativa y económica muy alta, muchas personas prefieren tener menos hijos y dedicar más recursos a cada uno. La evolución genética es lenta en comparación con los cambios culturales, y la biología evolutiva no ha tenido tiempo de adaptarse a un entorno donde tener descendencia es opcional y costoso.

Por ello, no es lo mismo decir que los genes te obligan que decir los genes predisponen, porque el entorno modula continuamente la expresión genética a través de cambios en la expresión de los genes que no están asociados con modificaciones en la secuencia del ADN; esto es lo que se conoce como epigenética: la manera en la que el contexto influye en la genética. Es cierto que, en un mundo determinista, todo comportamiento humano —incluido el deseo de tener o no tener hijos— es el resultado inevitable de una cadena de causas anteriores. Por tanto, las decisiones individuales serían ilusorias; creemos elegir, pero nuestras decisiones estarían determinadas por la interacción de factores como la genética, la historia personal, el contexto social y cultural, los condicionamientos ambientales o los procesos neuroquímicos. En ese sentido estricto, la disminución de la natalidad no es una decisión consciente de cada individuo, sino un efecto emergente de los cambios culturales, los avances tecnológicos, los contextos económicos y políticos, los cambios en valores sociales y un largo etcétera. Todo ello interactúa en un sistema complejo, donde los individuos son agentes intermedios con la ilusión cognitiva de ser soberanos absolutos.

En cualquier caso, aunque la cultura puede frenar temporalmente la presión biológica, la evolución a largo plazo tiende a favorecer aquellas combinaciones de genes que maximicen la reproducción, a pesar de que la evolución cultural pueda cambiar los entornos tan rápido que esos efectos se diluyan antes de consolidarse genéticamente. La paradoja de la baja fecundidad en sociedades avanzadas refleja un desajuste evolutivo, pues los genes están compitiendo en un escenario dominado por una cultura que premia más la calidad que la cantidad. Como dato curioso, aunque preocupa que la población no pare de crecer y que los recursos se agoten, la tasa de crecimiento anual de la población mundial alcanzó su punto máximo en 1963 con un 2,3% y ha disminuido desde entonces, situándose en aproximadamente 0,9% en 2023. El crecimiento se ha desacelerado significativamente en las últimas décadas y se proyecta que continúe esta tendencia, seguida de una disminución gradual. 

Como conclusión, me gustaría resaltar la importancia de no caer en la falacia naturalista: que algo sea natural no significa que sea bueno, así como algo aparentemente antinatural no implica que sea malo. La naturaleza no entiende de criterios morales y, por tanto, no debemos pensar que aquellas metas personales que se desvían del camino evolutivo son erróneas o inadecuadas. De hecho, dado que defiendo que el mundo es íntegramente determinista, sostengo que son las leyes naturales las que han llevado al ser humano a cuestionarse su función existencial y crear nuevos modos de vida. Por lo tanto, podemos afirmar que el desafío a la lógica evolutiva también forma parte de nuestra naturaleza.

...

“Tal y como lo planteas, Yago, si el mundo está regido íntegramente por la causalidad y todo cuanto sucede tiene un principio y un fin, ¿existe el libre albedrío? ¿Somos realmente dueños de nuestros actos? ¿Tenemos algún poder de influencia y decisión sobre nuestra vida o todo viene determinado de serie?”

Imaginaba esta pregunta casi como una premonición. Aunque quizá no tenga —o no exista— una respuesta plenamente satisfactoria para ti, en el próximo artículo te contaré qué nos dice la ciencia al respecto y cuál es mi posicionamiento actual en base a las evidencias.

Gracias por tu valioso inconformismo y tu insaciable curiosidad.

Yago Pérez Montesinos.