Los valores humanos en la religión

Yago Pérez Montesinos

9/1/20257 min leer

Mi anterior artículo, en el que equiparé la fe con el delirio, resultó ciertamente polémico. Algunos recriminaron que mi posición estaba culturalmente sesgada; otros me tildaron de científico reduccionista y recalcitrante; ciertos me increparon por destacar sólo lo negativo de la religión sin tener en cuenta el resto de su obra social; y otros, sencillamente, me insultaron por blasfemo y me desearon cosas peores que el fuego eterno.

Creo adecuado —y moralmente justo— considerar todos estos reproches y resaltar también aquellos aspectos positivos que creo que tiene la fe. En primer lugar, me gustaría matizar que mi crítica iba dirigida a la explotación —por parte de una institución religiosa— de la idea de Dios, con su consiguiente adoctrinamiento de la población y sus nocivos efectos en la razón y el progreso.

Creo que tenemos la costumbre de clasificar y juzgar a las personas en base a sus ideas. No es este mi caso. Mi oposición firme es contra el negocio eclesiástico y sus dogmas, no contra aquellas personas que deciden creer voluntariamente y canalizar una serie de valores personales a través de la fe. Ante todo, considero que aquello que define a las personas son sus acciones —por encima de sus ideas—, y existe gente creyente absolutamente maravillosa y ateos profundamente repugnantes.

Dicho esto, es evidente que la religión trae consigo una serie de valores morales que, en muchos casos, son completamente incuestionables para mí. Comparto aquello que dice Antonio Escohotado de que algunos valores de Jesús me resultan lo mismo que la médula de mis huesos. La compasión y la misericordia hacia el sufrimiento ajeno es uno de esos hitos de la conciencia que refleja la belleza de la humanidad. El amar al prójimo como a ti mismo es, probablemente, una de esas premisas que, si todos interiorizásemos, contribuiría a hacer el mundo indudablemente mejor. La justicia y la equidad basada en la intención, y no sólo en la norma, refleja un ideal muy superior al concepto legalista actual. La humildad y el servicio a los demás es un modo de vida totalmente elevado y digno. La no violencia y la defensa del diálogo como herramienta fue una idea completamente precursora y nos enseña el camino más ético —y práctico— en la resolución de conflictos. La persecución de la verdad y la integridad, por encima del dogma y las estructuras de poder, es un predicamento que ojalá hubieran sabido interpretar los responsables de transmitir el mensaje. El perdón, como pilar central de la empatía y la comprensión, tiene todo el sentido para alguien que desea vivir en paz y armonía con el mundo que le rodea.

¿Cómo podría yo criticar estos valores? Estoy completamente a favor de las enseñanzas de Jesús como figura histórica, me representan tanto como la sangre que corre por mis venas; pero estoy completamente en contra de las distorsiones creadas por la iglesia para vendernos como figura mesiánica a quien fue, tan sólo, un hombre excepcional. Esta divinización eclesiástica ha hecho una lectura completamente errónea del mensaje: ha confundido la compasión con la pena, el amor al prójimo con el desprecio hacia uno mismo, la justicia con el castigo, la humildad con el sometimiento, el servicio con el servilismo, el perdón con la culpa y la verdad con el dogma. El camino de libertad e integridad que defendía Jesús se ha convertido en un camino de martirio, en el que la no violencia y el diálogo han sido la excepción a la norma, y donde la búsqueda de la verdad interior ha sido sustituida por la imposición de unas creencias rígidas e incuestionables.

Desde esta perspectiva sostengo mi visión de la religión como un virus: corrompe los mensajes éticos y, lo que es peor, se los apropia. Una de las principales virtudes de estos valores es que no necesitan de una divinidad que los legitime, son independientes y completamente válidos por sí mismos. El testimonio moral de Jesús es cierto sin tener que recurrir a un ideal celestial que los avale. No necesitamos un Dios para ser buenas personas y creer en el bien, en la bondad, en la justicia, en la compasión, en la verdad o en la empatía. Por el contrario, las acciones caritativas hacia los demás cobran fuerza cuando alguien las realiza en soledad y en silencio, sin que nadie más esté mirando. Bueno es aquel que no espera nada a cambio por sus actos y los realiza por una convicción real de que, a través de ellos, contribuye a hacer el mundo mejor. Qué cierto es aquello que dice el personaje de Rust Cohle en la serie True Detective: si lo único que hace que una persona sea decente es la esperanza de una recompensa divina, entonces, hermano, esa persona es un pedazo de mierda.

Creo que extirpar las divinidades y sus instituciones de nuestro sistema de valores crearía un camino mucho más noble hacia la espiritualidad y la ética individual. Cada uno de nosotros debemos buscar en nuestro interior qué valores nos representan. Otra cosa maravillosa de muchos de los valores de Jesús es que son opcionales: yo no tengo la obligación de ser compasivo, humilde, empático, o de amar al prójimo. Los elijo porque creo que representan todo aquello que hace que el mundo sea un lugar bello, y porque tengo la certeza de que el respeto y la consideración hacia los demás es otra vía hacia el progreso.

De este modo, como muchos otros personajes históricos, Jesús tiene grandes enseñanzas que pueden servirnos para guiar nuestra espiritualidad sin recurrir a su existencia como profeta celestial. En muchos casos, la gente utiliza la fe como catalizador de sus valores, pues es su mejor manera de interiorizar una serie de preceptos y dotar de un sentido más amplio su vida. En este aspecto, la fe puede ser positiva y hacer que muchas personas encuentren un propósito más allá de su ego y sean, por definición, maravillosas. En mi caso, yo no necesito creer en un Dios para orientar mi búsqueda interior de la verdad; me conformo con contemplar la belleza del mundo a través del orden natural de las cosas.

Sin embargo, tampoco creo que la idea de Dios deba desaparecer radicalmente. Algunas corrientes, como el panteísmo, han intentado compatibilizar la espiritualidad con la racionalidad, entendiendo a Dios no como un ser con voluntad y conciencia, sino como el propio universo, el orden natural, la totalidad de lo existente. Decía Einstein: “creo en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía de todo lo que existe, no en un Dios que se interesa por el destino y las acciones de los seres humanos.” En cierto modo, el panteísmo traslada la idea de lo sagrado desde lo sobrenatural hacia lo natural. Este panteísmo puede hacer referencia a leyes naturales que, aunque no conocemos, existen y explican lo desconocido. No obstante, opino igual que Stephen Hawking: Dios no es necesario para explicar el universo.

Aún así, visualizar a Dios como el orden natural de las cosas tiene implicaciones muy interesantes en nuestra ruta hacia la felicidad espiritual. En el estoicismo, amor fati es la aceptación de todo cuanto sucede, incluyendo el dolor, la pérdida, el fracaso y la muerte. No se trata solo de resignación pasiva, sino de una afirmación activa del orden del mundo, incluso cuando no coincide con los deseos personales. Dice Epicteto: no intentes que las cosas sucedan como deseas, deséalas tal y como suceden. Esta visión cosmológica y racionalista del universo también planteaba que todo ocurre de acuerdo con la razón universal; que no hay eventos fortuitos, sino que todo está encadenado en una cadena causal necesaria; y que cada acontecimiento, por trágico o doloroso que parezca, forma parte de un todo racionalmente ordenado. Por lo tanto, oponerse al destino es oponerse al orden natural del cosmos, lo cual es una insensatez. La sabiduría consiste en alinearse voluntariamente con lo inevitable. Este pensamiento no refleja un fatalismo pasivo, sino contemplarnos como una pieza más de un todo que le da sentido al funcionamiento global del universo.

Muchas culturas han reflejado similitudes con esta perspectiva. Podemos ver su influencia en el Karma Yoga del hinduísmo, en la aceptación del sufrimiento o Dukkha del budismo, en el concepto de Wu Wei taoísta o en el Qadar del islam; además, gran número de culturas indígenas y chamánicas expresan su profunda convicción por la idea de ciclo natural, aunque no esté formalizada filosóficamente.

Creer en el orden cósmico, pero sin una intencionalidad divina que lo genere; esa sería la premisa. El universo no tiene voluntad, tal es su grandeza; representa un destino que no sucumbe a caprichos o inclinaciones y, precisamente por ello, es justo: no distingue entre individuos, trata a todos por igual bajo las mismas leyes; no desea nada en especial, ni siquiera se desea a sí mismo. Y lo mejor de todo: no ofrece una recompensa divina, nos fuerza a escoger nuestros valores por verdadera convicción; y eso sí que nos permite sentirnos orgullosos de nuestro lugar en el mundo.

En fin, creo que una buena práctica en la vida es saber extraer aquellos aspectos positivos de cada enseñanza, absorber aquello que nos suma y prescindir de aquello que nos resta. Seguramente podemos obtener un aprendizaje de cualquier fuente. Es lo que se considera eclecticismo, y es lo que hace que mi opinión sea realmente mi opinión, y no una idea prefabricada que deseo adoptar por comodidad o conformismo intelectual. ¿Has leído a Freud sugerir que, si dos personas comparten exactamente la misma opinión, es seguro que uno de los dos piensa por ambos? Pues eso. Cada cual puede alimentar su fuero interno como desee, bien sea desde la fe, desde el empirismo o, incluso, desde el negacionismo. No sé cuál de ellos es más eficaz a la hora de hacernos verdaderamente felices. Lo que sí sé es que el que realmente persigue la verdad no tiene miedo a encontrarla.

“Oye, Yago. ¿No te resulta un poco pretenciosa esta persecución constante de la verdad? ¿No es arriesgado presuponer que siempre está a nuestro alcance? Tú mismo mencionaste, unos artículos atrás, la importancia del escepticismo. ¿Te olvidas su premisa fundamental, que es aceptar la imposibilidad de obtener conocimiento verdadero?”

A veces pienso que me lees por vicio a desafiarme intelectualmente. Pero no puedo negarte que tienes parte de razón. Existen poderosas limitaciones que nos alejan de la verdad y que nublan el trayecto hacia ella. Como sería un error imperdonable pasarlas por alto, voy a abordarlas en mi próxima publicación. Así me las quito ya de la cabeza, si es que eso es posible.

Yago Pérez Montesinos