El Delirio Universal

Yago Pérez Montesinos

7/5/20258 min leer

En mi anterior artículo abordé la manera en que la ciencia encara el debate frente a la religión y expliqué por qué el método científico no puede afirmar ni desmentir la idea de Dios, basándome en la paradoja de tener que comprobar la inexistencia de lo inexistente. Sin embargo, esto no quiere decir que la ciencia no deba interesarse por los acontecimientos de la fe. La religión es un fenómeno humano, expandido mundialmente y absolutamente decisivo en el desarrollo de nuestra especie y cultura; por este motivo, ignorar sus efectos sería igual de anticientífico que aceptar sus premisas.

De modo que quisiera proporcionar una explicación al fenómeno religioso y razonar por qué la fe y la creencia en entidades sobrenaturales tiene tanto sentido para nosotros a pesar de ser una ilusión quimérica. Vamos a ello.

Desde tiempos remotos, la humanidad ha buscado respuestas al misterio de su existencia. La curiosidad es algo consustancial a la especie. El complejísimo desarrollo de la mente humana, tal y como explicaba en El propósito existencial de la especie, trajo consigo la posibilidad de hacernos preguntas más allá de lo mundano, e interesarnos por cuestiones relativas a nuestra misma existencia: ¿de dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Cuál es nuestra misión? ¿Hay algo más allá de la muerte?

Frente a estas grandes preguntas, ideamos una narrativa poderosa y reconfortante: un ser superior que guía, protege y otorga sentido a cuanto conocemos. Todas las sociedades, por primitivas y remotas que fueran, desarrollaron sus particulares sistemas de culto, bien sea a divinidades, a fuerzas animistas o a espíritus. Podemos afirmar, sin ápice de duda, que las creencias en entidades superiores forman parte de nuestra naturaleza. Durante miles de años, la respuesta ha resultado satisfactoria y convincente para la humanidad. Lo que hay que dilucidar es: ¿fue primero convincente y, por tanto, satisfactoria? o, por el contrario, ¿fue satisfactoria y, en consecuencia, se asumió como convincente?

La falta de pruebas concluyentes y el avance de la ciencia han planteado otra posibilidad muy distinta, que ya fue introducida por Jenófanes de Colofón en el siglo V a.C., quien escribía: los etíopes afirman que sus dioses son chatos y negros, y los tracios, que ojizarcos y rubicundos son los suyos; pero es que si los caballos pudieran tener manos, pintarían las figuras de sus dioses; y harían sus cuerpos a semejanza precisa del porte que tiene cada uno. Esta tesis culmina a la perfección con la idea de Ludwig Feuerbach: no es Dios quien ha creado al hombre a su imagen y semejanza, sino el hombre quien ha creado a Dios proyectando en él un reflejo de su imagen ideal.

De este modo, Dios no sería una verdad revelada, sino una construcción mental, producto de nuestra evolución, cultura y necesidad emocional. ¿Por qué una idea inverosímil e imposible de contrastar tiene cabida en un animal racional, tal y como nos definiría Aristóteles? ¿Cómo es posible que tamaña conjetura se abra hueco, colándose, en nuestra lucidez y sea defendida, incluso, por los llamados científicos de muchas generaciones? Algo así no sucede por casualidad; de hecho, parece, más bien, esa causalidad de la que versa el determinismo. Como siempre, remitir a los primeros principios, a nuestra esencia real, nos proporciona una respuesta fabulosa.

La mente humana ha evolucionado para sobrevivir, no para conocer verdades metafísicas. Una de sus estrategias más exitosas ha sido la detección hiperactiva de agentes cuando el peligro acecha. Es decir, ante cualquier estímulo ambiguo —un crujido entre los arbustos, un rayo o una enfermedad— el cerebro prefiere asumir que hay una voluntad detrás, incluso cuando no la hay, ¿no te has descubierto a ti mismo inquieto ante la oscuridad, a sabiendas de que estabas solo? Las personas tenemos una tendencia a atribuir voluntad a la causalidad, nuestro instinto protector prefiere pensar que las cosas que suceden están provocadas intencionalmente, que forman parte de un plan. Nuestro deseo de trascendencia, fruto del ego y la excesiva autoimportancia que nos damos, hace que nos resistamos a sentir que sólo somos de carne y hueso y nada más; las personas necesitamos ampararnos en un propósito con sentido. Y buscamos en los rincones más recónditos de nuestra mente —¿o nuestra alma?— para encontrarlo. Creer en algo más es, realmente, mucho más natural que no creer en nada más.

Bajo estas premisas, la misma capacidad que nos permite entender que otra persona tiene voluntad y designios —la teoría de la mente de Premack y Woodruf— se proyecta hacia ese algo más, dando forma a entidades invisibles que todo lo ven, todo lo saben y todo lo pueden. Así surgieron los dioses, espíritus y fuerzas sobrenaturales. Y religiones enteras se construyen sobre esa arquitectura cognitiva.

El individuo se deleita con la idea de un ser superior que le protege y le garantiza trascendencia. En El porvenir de una ilusión, Sigmund Freud plantea la religión como una ilusión creada por el ser humano como respuesta a su vulnerabilidad, inseguridad y temor ante las fuerzas incontrolables de la naturaleza, el sufrimiento o la muerte. De este modo, la religión cumple una función psicológica similar a la figura paterna en la infancia: ofrece protección, guía moral y promesas de justicia; proyectamos en Dios la imagen idealizada del padre que cuida, castiga y protege. Las creencias religiosas no son el resultado de una búsqueda racional de la verdad, sino expresiones del deseo de amparo y seguridad. Si has leído mi artículo El dilema de la moral, sabrás cómo el ser humano edulcora sus premisas emocionales con razonamientos superficiales para que estas no se desmoronen, a pesar de no contar con ningún tipo de respaldo. La religión cristaliza esas emociones en reglas, relatos y rituales, otorgándoles legitimidad social y carácter incuestionable.

Pero no basta con explicar cómo es posible que surja la creencia; la verdadera pregunta es por qué persiste. En grupos grandes, con miembros que no se conocen entre sí, creer en una autoridad sobrenatural garantiza cooperación y unidad; así como los poderosos sentimientos de pertenencia, comprensión compartida, control, potenciación personal y confianza que propone Susan Fiske. Desde esta perspectiva, la religión habría sido seleccionada naturalmente por su capacidad para fomentar la estabilidad del grupo y el bienestar individual. Como sugiere David Sloan Wilson: las religiones no sobreviven por ser verdaderas, sino porque son útiles: aumentan la solidaridad interna, regulan los conflictos y refuerzan la identidad colectiva. Aunque antes decía que la mente humana no ha evolucionado para comprender verdades metafísicas, sino para sobrevivir, es importante matizar algo: si el hecho de tener una religión compartida ha fomentado la supervivencia a través de la cooperación grupal, entonces aquellos individuos y sociedades creyentes se han beneficiado indirectamente de la selección natural, que ha premiado el fruto de esas creencias. Eso explicaría, sin duda, por qué arrastramos con nosotros ideas tan aparentemente arcaicas: porque cumplen una función adaptativa para la especie.

Sin embargo, para la ciencia, la religión es un subproducto evolutivo que se propaga porque explota nuestra credulidad desde la infancia. A pesar de su sentido social, de algunos de sus valores y de sus facetas más caritativas, la religión ha sido moralmente corrosiva, ha frenado el desarrollo intelectual, ha sido activamente dañina, ha generado fanatismo, promovido la misoginia, alimentado guerras, generado sufrimiento y ha supuesto, en definitiva, un obstáculo hacia el humanismo y el progreso. Si la estudiamos históricamente, la religión ha sido siempre una herramienta de control social, asociada directamente con el poder, para someter al pueblo a su voluntad y lucrarse de la fe de los desdichados. ¿No os hace sospechar por qué prospera la religión allá donde habita la desesperación? La religión ofrece consuelo y esperanza cuando todo parece perdido; y es muy difícil, para un ser humano sediento de necesidad, resistirse a sus cantos de sirena.

La religión ha institucionalizado algo tan natural como la espiritualidad, que debería ser íntima, personal y brotar del espíritu crítico. Pero la doctrina te pide que no cuestiones, que te limites a creer, que tengas fe. No te proporciona razones verificables para hacerlo, así como tampoco te proporciona argumentos para creer en el Dios que te ofrece en lugar de en el del vecino. En su lugar, recurre a la manida falacia de que la fe es, precisamente, ciega. Clínicamente hablando, tener una ciega certeza de algo completamente inverosímil no se llama fe, sino delirio.

Para compensar sus debilidades argumentales, te seduce con algo mucho más persuasivo que el conocimiento: el miedo. Su relato se construye sobre el castigo, la culpa y la penitencia. De este modo, su oferta se reduce a dos alternativas: obedece mis preceptos como un cordero y disfruta del paraíso o rebélate contra mi autoridad y sufre por toda la eternidad. Hay que admitir que su retórica para explicar el fuego eterno es muy elocuente: ¿qué es la eternidad? Imagina la montaña más alta que pueda existir. Cada mil años, un pájaro la sobrevuela y roza su cima con una pluma. Cuando la montaña quede completamente desgastada por el roce; entonces, sólo habrá comenzado la eternidad.

Con esta sádica narrativa, comprendo que ciertas personas prefieran no arriesgarse y acatar. La religión ha controlado la cultura durante toda la historia. Los primeros líderes religiosos de tribus y civilizaciones eran los únicos que sabían leer y escribir, y esto les otorgaba un poder inmenso frente a una población analfabeta y temerosa.

La espiritualidad nace con nosotros y forma parte de nuestra naturaleza. Pero la religión nace del miedo y se perpetúa en él.

Frente a todo este panorama, es comprensible que muchos se pregunten: ¿y entonces, qué? ¿Se puede vivir sin Dios? ¿Puede la ciencia ofrecernos un sentido vital, una brújula moral, un refugio frente al dolor? La ciencia no tiene todas las respuestas, pero nos permite comprender por qué creemos, por qué sufrimos, por qué buscamos sentido. Nos ayuda a ver a Dios no como una entidad externa, sino como una necesidad interior, legítima, pero también superable. Como decía Carl Sagan, somos el medio para que el cosmos se conozca a sí mismo. No hay necesidad de una voluntad externa para que la vida sea preciosa, y el asombro ante la complejidad del universo no disminuye al saber que no hay un dios detrás; por el contrario, se multiplica si tenemos en cuenta la belleza de un orden inexplicable.

La fe no es necesariamente una mentira consciente, sino una ilusión funcional. No creemos en Dios porque sea real, sino porque nuestra mente necesita creer en algo que nos dé sentido, consuelo y orden. Esto no invalida su valor emocional, pero sí limita su validez como explicación objetiva del mundo. La religión ha sido una poderosa herramienta evolutiva y cultural, pero también ha sembrado división, ignorancia y sufrimiento. Tal y como concluye Freud, aunque desprenderse de estas creencias será doloroso —como lo es dejar atrás la niñez—, es un paso necesario para la madurez cultural de la humanidad. Lo que fue, en su día, una necesaria ilusión reconfortante, hoy debe superarse para que el ser humano alcance su pleno desarrollo racional.

Yo, por mi parte, comparto la opinión de Nietzsche: quien necesita un pastor, y formar parte de un rebaño, debe tener algo de borrego.

“Acabas de perder unos cuantos lectores, Yago. Supongo que ya lo sabes, e imagino que creerás que eso significa que algo estás haciendo bien. Prefiero abstenerme de opinar, pues ese es tu trabajo. Me limitaré a preguntarte sobre esa espiritualidad de la que hablas: ¿cómo cultivarla de un modo coherente? ¿cómo integrar la ciencia y lo espiritual en tu vida?”

Gracias por tu comprensión. Soy consciente de que ciertos temas generan polémica. Pero creo que son las ideas disruptivas lo que, a lo largo de la historia, nos han arrancado de lo primitivo y han permitido que nuestra naturaleza salvaje prospere hacia la libertad y el progreso. ¿Qué valor tiene una idea si no es capaz de generar debate? Respecto a tu pregunta, la responderé encantado. Aunque debo decirte que la espiritualidad, como he mencionado, es algo demasiado íntimo y personal. No tomes mi siguiente artículo como cátedra, ¿de acuerdo?

Yago Pérez Montesinos.